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JUBILEO DE LOS
SACERDOTES.
RETIRO ESPIRITUAL
PREDICADO POR EL PAPA FRANCISO A SACERDOTES Y SEMINARISTAS DE TODO EL MUNDO
Sacerdotes y seminaristas de todo el mundo se reúnen
en Roma para celebrar el Jubileo de los Sacerdotes que tendrá lugar del 1
al 3 de junio.
En el primer día los participantes peregrinarán
hacia la Puerta Santa y por la tarde tendrán catequesis y Misa por grupos
lingüísticos en diferentes templos jubilares. Al día siguiente, el Papa Francisco les predicará un Retiro con tres
meditaciones en preparación a la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
Al finalizar el Jubileo, el viernes 3 de junio, el
Obispo de Roma presidirá la Santa Misa en la plaza de San Pedro en la
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y los presbíteros que participan en
este evento jubilar podrán concelebrar con el Papa.
El Arzobispo Secretario para los Seminarios en la
Congregación del Clero, monseñor Jorge Carlos Patrón
Wong explica a Radio Vaticano cómo se están preparando para este
importante evento jubilar y destaca que el Jubileo de los Sacerdotes se vivirá
también en las diferentes diócesis del mundo.
“Se han recibido muchas representaciones de
diferentes países, tanto de sacerdotes, como de seminaristas. Estamos muy
contentos porque tendremos representantes prácticamente de
todos los países del mundo, además de los más de 5.000 sacerdotes y
seminaristas que estudian en Roma que vienen de los cinco continentes se están
preparando también para participar activamente”.
“En el último día del Jubileo tendremos la dicha de
poder concelebrar con el Santo Padre miles y miles de
sacerdotes y también donde muchos seminaristas podrán vivir de cerca esta
experiencia sacerdotal”.
“Nos da mucho gusto que este momento sea donde vamos
a compartir la alegría de la vocaciónsacerdotes de todas las edades,
vienen sacerdotes que ya tienen más de cincuenta años de vida sacerdotal como
recién ordenados y tenemos a jóvenes seminaristas que están haciendo su camino
de transformar su vida en buenos pastores”.
“Esto nos va a alentar muchísimo porque se nota un
florecer y una primavera vocacional en la Iglesia,
porque el sacerdote, el presbítero experimenta muy fuertemente durante este Año
que nuestra vocación es fruto de la Misericordia de Dios para cada uno de
nosotros y ese amor recibido gratuitamente nosotros queremos compartirlo…
Además, la presencia de tantos sacerdotes y seminaristas de todo el mundo
fortalecerá la unión, la comunión y el sentido de pertenencia a la Iglesia
Católica y al servicio que como Iglesia Católica y como sacerdotes prestamos a
toda la humanidad”.
“Nos llena de alegría saber que en todas las
diócesis precisamente el día del Sagrado Corazón de
Jesús, en todas las diócesis guiados por sus Obispos, tendremos
diferentes eventos a nivel diocesano donde ese mismo día tendremos Retiros,
horas santas, celebraciones festivas y también la concelebración eucarística de
los sacerdotes del mundo, va a ser un día plenamente sacerdotal”.
(Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
Primera
meditación del Papa
(RV).- “La gente más simple, los pecadores, los
enfermos, los endemoniados, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los
hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta.
Esta es la expresión: la misericordia nos hace pasar de la distancia a la
fiesta”, lo dijo el Papa Francisco en la primera meditación del Retiro
Espiritual dirigido a los seminaristas y presbíteros de todo el mundo que
participan en el Jubileo de los Sacerdotes, sobre el tema: “El sacerdote como ministro
de la misericordia”. Este evento jubilar inició el 1 de junio en Roma y
concluirá el 3 de junio con la celebración Eucarística presidida por el Santo
Padre en el día del 160° Aniversario de la institución de la fiesta del Sagrado
Corazón de Jesús en la Plaza de San Pedro.
En su primera meditación el Obispo de Roma recordó
que “la misericordia es tanto el fruto de una ‘alianza’ como un ‘acto’ gratuito
de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se
traduce en una obra externa”. Por ello, el Pontífice señaló que esta obra se
manifiesta en la actitud de “compadecerse del que sufre, conmoverse ante el
necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente
y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para
remediar la situación”.
Y, partiendo de este sentimiento visceral, el
Sucesor de Pedro invitó a los sacerdotes a mirar a Dios desde la perspectiva de
este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros,
es decir que el nombre de Dios es Misericordia. “Nada une más con Dios que un
acto de misericordia, agrego el Papa, ya sea que se trate de la misericordia
con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da
para practicar las obras de misericordia en su nombre”.
En este sentido, el Sucesor de Pedro propuso para la
meditación la parábola del Padre misericordioso narrado en el Evangelio de San
Lucas, (Cfr. Lc15,11-31). En esta parábola, afirmó el Papa, nos situamos en el
ámbito del misterio del Padre. Y sin preámbulos, podemos pasar de la distancia
a la fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo
de la misericordia nuestro propio pecado. En este sentido invitó el Papa
Francisco a los sacerdotes, “la misericordia nos impulsa a pasar de lo personal
a lo comunitario”.
Comencemos esta jornada de retiro espiritual. Y
también creo que nos hará bien orar unos por otros, los unos por los otros, es
decir en comunión. Un retiro, pero en comunión, ¡todos! Yo he escogido el tema
de la misericordia.
Antes una pequeña introducción, para todo el retiro:
La misericordia, en su aspecto más femenino, es el
entrañable amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su creatura
recién nacida y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir
y crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del
Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos. La
misericordia es tanto el fruto de una «alianza» —por eso se dice que Dios se
acuerda de su (pacto de) misericordia (hesed)— como un «acto» gratuito de
benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce
en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna). Esta inclusividad
hace que esté siempre a la mano de todos el «misericordiar», el compadecerse
del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las
tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo
concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación. Y, partiendo de
este sentimiento visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la
perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido
revelar para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.
Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo
especial. La dinámica de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro.
La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica
—purgativa, iluminativa y unitiva— nunca son etapas sucesivas, que se puedan
dejar atrás. Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más
contemplación y de un amor renovado. Nada une más con Dios que un acto de
misericordia, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos
perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las
obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar
nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los
misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), para comprender cuál
es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía. A la misericordia se le
puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán
medidos» (Mt 7,2).
La misericordia nos permite pasar de sentirnos
misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión,
el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la
dignidad a la que el Señor nos eleva.
Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la
fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la
misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo
personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los
milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús
por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se
reparten.
Tres sugerencias
La alegre y libre familiaridad que se establece a
todos los niveles entre los que se relacionan entre sí con el vínculo de la
misericordia —familiaridad del Reino de Dios, tal como Jesús lo describe en sus
parábolas— me lleva a sugerirles tres cosas para su oración personal de este
día.
La primera tiene
que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio y que dice: «No el mucho
saber llena y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas de Dios
interiormente» (Ejercicios Espirituales, 2). San Ignacio
agrega que allí donde uno encuentra lo que quiere y siente gusto, allí se quede
rezando «sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me satisfaga» (ibíd.,
76). Así que, en estas meditaciones sobre la misericordia, uno puede comenzar
por donde más le guste y quedarse allí, pues seguramente una obra de
misericordia le llevará a las demás. Si comenzamos dando gracias al Señor, que
maravillosamente nos creó y más maravillosamente aún nos redimió, seguramente
esto nos llevará a sentir pena por nuestros pecados. Si comenzamos por
compadecernos de los más pobres y alejados, seguramente necesitaremos ser
misericordiados también nosotros.
La segunda
sugerencia para rezar tiene que ver con una forma de utilizar la palabra
misericordia. Como se habrán dado cuenta, al hablar de la
misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: «Hay que misericordiar para
ser misericordiados». El hecho de que la misericordia ponga en contacto una
miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente.
No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción. Por
tanto, en la oración, no hace bien intelectualizar. Con prontitud, y con la
ayuda de la gracia, nuestro diálogo con el Señor tiene que concretarse en qué
pecado tiene que tocar su misericordia en mí, dónde siento, Señor, más
vergüenza y más deseo reparar; y rápidamente tenemos que hablar de aquello que
más nos conmueve, de esos rostros que nos llevan a desear intensamente poner
manos a la obra para remediar su hambre y sed de Dios, de justicia, de ternura.
A la misericordia se la contempla en la acción. Pero un tipo de acción que es
omniinclusiva: la misericordia incluye todo nuestro ser —entrañas y espíritu— y
a todos los seres.
La última
sugerencia va por el lado del fruto de los ejercicios, es decir de la gracia
que tenemos que pedir y que es, directamente, la de convertirnos en sacerdotes
más misericordiados y más misericordiosos. Nos podemos
centrar en la misericordia porque ella es lo esencial, lo definitivo. Por
los escalones de la misericordia (cf. Laudato si’, 77) podemos bajar hasta lo
más bajo de la condición humana —fragilidad y pecado incluidos— y ascender
hasta lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos (perfectos)
como su Padre es misericordioso». Pero siempre para «cosechar» sólo más
misericordia. De aquí deben venir los frutos de conversión de nuestra
mentalidad institucional: si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan
para recibir mejor la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para
con los demás, se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente.
Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado
de esa «simplicidad evangélica» que entiende y practica todas las cosas en
clave de misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo
cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como
verbo —misericordiar y ser misericordiados— que nos lanza a la acción en medio
del mundo. Y, además, como misericordia «siempre más grande», como una
misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien en mejor, y yendo de
menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es la del Padre siempre más
grande y cuya misericordia infinita «crece», si se puede decir así, y no tiene
techo ni fondo, porque proviene de su soberana libertad.
Primera
meditación:
Si la misericordia del Evangelio es, como hemos
dicho, un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el
mundo de hoy, y cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es
preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el terreno
desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las heridas para ese
aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal desvivirse en cariños y
atenciones; cuál la distancia para tanta sed de abrazo y de encuentro…
La parábola que les propongo para
esta meditación es la del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-31). Nos situamos
en el ámbito del misterio del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese
momento en que el hijo pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del
egoísmo, que hizo todo lo que quiso y, en vez de ser libre, se encuentra
esclavo. Mira a los chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la
nostalgia. Nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su casa,
la casa de su padre, comen para el desayuno. La nostalgia… La nostalgia es un
sentimiento poderoso.
Tiene que ver con la misericordia porque nos
ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero —la patria de donde
salimos— y nos despierta la esperanza de volver. En este horizonte amplio de la
nostalgia, este joven —dice el Evangelio— entró en sí y se sintió miserable.
Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado,
pasemos a ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó
efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Da vueltas en su
dedo al anillo de par con su padre. Tiene sandalias nuevas en los pies. Está en
medio de la fiesta, entre la gente. Algo así como nosotros, si alguna vez nos
pasó, que nos confesamos antes de la misa y ahí nomás nos encontramos
«revestidos» y en medio de una ceremonia.
Avergonzada dignidad
Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este
hijo pródigo y predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón
entre esos dos extremos —la dignidad y la vergüenza—, sin soltar ninguno de
ellos, quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre. Podemos
imaginar que la misericordia le brota como sangre. Que él sale a buscarnos
—pecadores—, nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de nuevo, renovados, a
todas las periferias a misericordiar a todos. Su sangre es la sangre de Cristo,
sangre de la Nueva y Eterna Alianza de misericordia, derramada por nosotros y
por todos los hombres para el perdón de los pecados. Esta sangre la
contemplamos entrando y saliendo de su corazón, y del corazón del Padre. Esto
es nuestro único tesoro, lo único que tenemos para dar al mundo: la sangre que
purifica y pacifica todo y a todos. La sangre del Señor que perdona los
pecados. La sangre que es verdadera bebida, que resucita y da la vida a lo que
está muerto por el pecado.
En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a
la dignidad, de la dignidad a la vergüenza, pedimos la gracia de sentir esa
misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo
ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta
sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos algún
pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente.
San Ignacio propone una imagen caballeresca propia
de su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede
ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados
(y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos
que «un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado
y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que de él primero recibió muchos
dones y muchas mercedes» (Ejercicios Espirituales, 74). No obstante, siguiendo
la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como
alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma
inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que no sólo
lo invita a seguirlo en su lucha, sino que lo pone al frente de sus compañeros.
¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante!
Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o
como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno
se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone:
no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados.
Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta
sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en
mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y
debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los
demás. Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de pescador, el
Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle por la confesión de
fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina duramente por la tentación de
escuchar la voz del mal espíritu al decirle que se aparte de la cruz. Lo
invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo,
para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser
pescador de hombres; lo interrogará prolijamente sobre su amor, haciéndole
sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, y también por tres veces
le confiará el pastoreo de sus ovejas.
Ahí tenemos que situarnos, en ese hueco en el que
conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. Sucios,
impuros, mezquinos, vanidosos, egoístas y, a la vez, con los pies lavados,
llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por
nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese
lugar. Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos alejamos como los
que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el corazón.
Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por
qué es tan fecunda esta tensión? Diría que es fecunda porque mantenerla nace de
una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad,
aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad. El
sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería que es
sinónimo de «animal». Pero los animales desconocen la misericordia «moral»,
aunque algunos puedan experimentar algo de esa compasión, como un perro fiel
que permanece al lado de su dueño enfermo. La misericordia es una conmoción que
toca las entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual
aguda —directa como un rayo, pero no por simple menos compleja—: uno intuye
muchas cosas cuando siente misericordia. Uno comprende, por ejemplo, que el
otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus
pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es un par, que él mismo
podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se
arregla sólo con justicia… En el fondo, uno se convence de que hace falta una misericordia
infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar tanto mal y tanto
sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos… Menos que
eso, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien
tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz
por mí!
Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se
rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa
de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra
libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es
misericordioso con quien es misericordioso (cf. Dt 5,10), como le dijo a
Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la
nuestra.
Podemos vivir mucho tiempo «sin» la misericordia del
Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla
explícitamente. Hasta que uno cae en la cuenta de que «todo es misericordia» y
llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba
tanto.
La miseria de la que hablamos es la miseria moral,
intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en
un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y
eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados
y para arrepentirse verdaderamente. Porque, en otros ámbitos, uno no se siente
tan libre ni siente que el pecado afecte toda su vida y, por tanto, no
experimenta su miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa
con esa condición. Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le pido
una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona sumida
en los dolores atroces de una enfermedad terminal.
El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra
es el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el
del Padre y el del Espíritu. Es un corazón que elige el camino más cercano y
que lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos,
toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más
personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con
su herida. La misericordia excede la justicia y lo hace saber y lo hace sentir;
queda implicado uno con el otro. Al dignificar, la misericordia eleva a aquel
hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al
misericordiado.
De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para
que se restaure todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad
perdida. Esto posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la
misericordia no tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero
le quita poder sobre el futuro, le quita poder sobre la vida que corre hacia
delante. La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a la
muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es para nada
ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que mira lo corta que es
la vida y todo el bien que queda por hacer. Por eso hay que perdonar
totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no pierda tiempo en culparse
y compadecerse de sí mismo y en lo que se perdió. En el camino de ir a curar a
otros, uno irá haciendo su examen de conciencia y, en la medida en que ayuda a
otros, reparará el mal que hizo. La misericordia es fundamentalmente
esperanzada.
Dejarse atraer y enviar por el movimiento del
corazón del Padre es mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad.
Dejarse atraer por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado
yendo a dar vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y
nos lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para llevar
vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados, frágiles y
heridos.
Un cura hablaba de una persona en situación de calle
que terminó viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia
amargura que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron
después. Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una
enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su nada y
en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado le pidió que
le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Y ese pedido de alguien
que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él, le abrió los ojos y el
corazón a un sentimiento poderosísimo de humanidad y a un deseo de ayudar al
otro y de dejarse ayudar él por Dios. De este modo, un sencillo acto de
misericordia lo conectó con la misericordia infinita, se animó a ayudar al otro
y luego se dejó ayudar él: murió confesado y en paz.
Así, los dejo con la parábola del padre
misericordioso, una vez que nos hemos «situado» en ese momento en que el hijo se
siente sucio y revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de
su padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser
misericordioso con todos en adelante. Ahí está el fuego que vino a traer Jesús
a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la llama, es que
alguno de los polos no permite el contacto. O la excesiva vergüenza, que no
«pela los cables» y, en vez de confesar abiertamente «hice esto y esto», se
tapa; o la excesiva dignidad, que toca las cosas con guantes.
Los excesos de la misericordia
El único exceso ante la excesiva misericordia de
Dios es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás. El
Evangelio nos muestra muchos lindos ejemplos de los que se exceden para
recibirla: el paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio
del sitio donde estaba predicando el Señor; el leproso, que deja a sus nueve
compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces y va a
ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que logra detener
a Jesús con sus gritos; la mujer hemorroisa, que en su timidez se las ingenia
para lograr una estrecha cercanía con el Señor y que, como dice el Evangelio,
cuando tocó el manto, el Señor sintió que salía de él una dynamis…; todos son
ejemplos de ese contacto que enciende un fuego y desencadena la dinámica, la
fuerza positiva de la misericordia. También está la pecadora, cuyas excesivas
muestras de amor al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con
sus cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y
por eso lo expresa así. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los
endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de
la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta. Esta es la
expresión: la misericordia nos hace pasar «de la distancia a la fiesta». Y esto
no se entiende si no es en clave de esperanza, en clave apostólica, en clave
del que es misericordiado para misericordiar.
Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la
misericordia, el Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los
viernes. Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su
pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el
pecado. Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato
distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos
imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él. Podemos
escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa
compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: «Pues yo (también) reconozco mi
culpa, tengo siempre presente mi pecado». Y a una voz, decir: «Contra ti,
Padre, contra ti solo pequé».
Rezamos desde esa tensión íntima que enciende la
misericordia, esa tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu
vista, borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el
hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve». Confianza
que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con
espíritu firme y enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a
ti».
Jubileo
de los sacerdotes: Segunda meditación del Papa- (Santa
María la Mayor)
2016-06-02 Radio Vaticano
El
receptáculo de la misericordia es nuestro pecado
(RV).- “El receptáculo de la Misericordia es nuestro pecado. Pero suele
suceder que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por
el que se escurre la gracia en poco tiempo”. Lo afirmó el Santo Padre
Francisco en su segunda meditación del Retiro
Espiritual dirigido a los seminaristas y presbíteros de todo el mundo en
el ámbito del Jubileo de los Sacerdotes y en vísperas de la
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada de
Santificación Sacerdotal.
En efecto, el primer jueves de junio a mediodía, el Obispo de
Roma ofreció su segunda meditación en la Basílica romana de Santa
María la Mayor sobre “el receptáculo de la Misericordia”.
El Papa habló de los corazones “recreados”, de nuestros santos que
recibieron la Misericordia y de María como “recipiente y fuente” de
Misericordia. De ahí su invitación a ser “con María signo y sacramento de la
Misericordia de Dios”.
Francisco recordó a los participantes algunos “modos” de mirar que
tiene Nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, “porque a través de
nosotros – dijo el Papa – quiere mirar a su gente”.
Y destacó que “María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su
regazo”. De manera que “Ella nos enseña que la única fuerza capaz de conquistar
el corazón de los hombres es la ternura de Dios”.
Otro modo de mirar de María – prosiguió explicando
el Pontífice – tiene que ver con el tejido, puesto que la Madre de
Dios mira “tejiendo”, viendo cómo puede combinar para el bien todas las cosas
que le trae su gente. Y recordó que a los obispos mexicanos les había dicho
precisamente que “en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de
las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la
Morenita”.
El tercer modo de mirar de la Virgen – añadió el Santo Padre –
es el de la atención. En efecto, “María mira con atención, se vuelca toda y se
involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos
para su hijito que le cuenta algo”. De donde se deduce la necesidad de
“aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en
la búsqueda de Dios”.
Por último – dijo el Papa Francisco – María mira de modo
“íntegro”, uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. “No tiene una
mirada fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad y capta lo más
necesario”.
(María Fernanda Bernasconi - RV).
Después de haber rezado sobre aquella dignidad
vergonzosa y vergüenza digna, que es precisamente la Misericordia, en el lugar
de la Misericordia, vamos adelante en esta meditación sobre el “receptáculo de
la Misericordia”. Es simple. Yo podría decir una frase e irme, porque es uno
solo: el receptáculo de la misericordia es nuestro pecado. Pero suele suceder
que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por el que se
escurre la gracia en poco tiempo: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me ha
abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas
agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2,13). De ahí la
necesidad que el Señor explicita a Pedro de «perdonar setenta veces siete».
Dios no se cansa de perdonar, sino que somos
nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón, ¿no? Dios no se cansa de
perdonar, aunque vea que su gracia pareciera que no termina de echar raíces
fuertes en la tierra de nuestro corazón, que es camino duro, lleno de maleza y
pedregoso. Es simplemente porque Dios no es pelagiano, y por esto no se cansa
de perdonar. Él vuelve a sembrar su misericordia y su perdón, y vuelve y vuelve
y vuelve… setenta veces siete.
Corazones recreados
Sin embargo, podemos dar un paso más en esta
misericordia de Dios que es siempre «más grande que nuestra conciencia» de
pecado. El Señor no sólo no se cansa de perdonarnos sino que renueva también el
odre en que recibimos su perdón. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su
misericordia, para que no sea como un remiendo ni un odre viejo. Y ese odre es
su misericordia misma: su misericordia en cuanto experimentada en nosotros
mismos y en cuanto la ponemos en práctica ayudando a otros. El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un
corazón nuevo, re-creado. Ese del que dice David: «Crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12).
Este corazón nuevo, re-creado, es un buen
recipiente. La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace decir esa
hermosa oración: «Oh Dios, tú que maravillosamente recreaste el universo, y más
maravillosamente lo recreaste en la redención» (Vigilia Pascual, Oración
después de la Primera Lectura). Por lo tanto, esta segunda creación es más
maravillosa que la primera. Es un corazón que se sabe recreado gracias a la
fusión de su miseria con el perdón de Dios: la fusión de su miseria con el
perdón de Dios; y, por eso, «es un corazón misericordiado y
misericordioso». Es así: experimenta los beneficios que la gracia tiene sobre
su herida y su pecado, siente cómo la misericordia pacifica su culpa, inunda
con amor su sequedad, reaviva su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y
con la misma gracia, perdona al que tiene alguna deuda con él y se compadece de
los que también son pecadores, esta misericordia arraiga en una tierra buena, en
la que el agua no se escurre sino que da vida.
En el ejercicio de esta misericordia que repara el
mal ajeno, nadie mejor que el que tiene fresca la sensación de haber sido misericordiado en el mismo mal para ayudar a curarlo.
Mírate a ti mismo. Acuérdate de tu historia. Cuéntate tu historia. Y allí
encontrarás tanta misericordia. Vemos cómo, entre los que trabajan en
adicciones, los que se han rescatado suelen ser los que mejor comprenden,
ayudan y exigen a los demás. Y el mejor confesor suele ser el que mejor se
confiesa. Y podemos hacernos la pregunta: ¿cómo me confieso yo? Casi todos los
grandes santos han sido grandes pecadores o, como santa Teresita, tenían
conciencia de que era pura gracia preveniente el hecho de que no lo hubieran
sido.
Así, el verdadero recipiente de la misericordia es
la misma misericordia que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón; ese
que es el «odre nuevo» del que habla Jesús (cf. Lc 5,37), el «hueco
sanado».
Nos situamos así en al ámbito del misterio del Hijo,
de Jesús, que es la misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva
del receptáculo de la misericordia la encontramos a través de las llagas del
Señor resucitado, imagen de la huella del pecado restaurado por Dios, que no se
borra totalmente ni supura: es cicatriz, no herida purulenta.
Las llagas del Señor, ¡eh! San Bernardo tiene dos
sermones bellísimos sobre las llagas del Señor. Allí, en las llagas del Señor
encontramos la misericordia. Él es valeroso, y dice: ¿Pero tú, te sientes
perdido? ¿Te sientes mal? Entra allí, entra en las vísceras del Señor y allí
encontrarás misericordia”.
En esa «sensibilidad» propia de las cicatrices, que
nos recuerdan la herida sin doler mucho y la curación sin que se nos olvide la
fragilidad, allí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras cicatrices.
Las llagas del Señor que permanecen ahora, se las ha llevado consigo. El cuerpo
bellísimo, los moretones no están, pero las llagas ha querido llevárselas
consigo. Y nuestras cicatrices. A todos nosotros nos sucede, cuando vamos a
hacer una visita médica y tenemos alguna cicatriz, el médico nos dice: “Pero,
esta intervención ¿por qué fue?, ¿no?
Miremos las cicatrices del alma: esta intervención
que has hecho tú, con tu misericordia, que has curado tú… En la sensibilidad de
Cristo resucitado que conserva sus llagas, no sólo en sus pies y en sus manos,
sino que también su corazón es un corazón llagado, encontramos el sentido justo
del pecado y de la gracia. Allí, en el corazón llagado. Contemplando el corazón
llagado del Señor nos espejamos en él. Se asemejan, nuestro corazón y el suyo,
en que los dos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro
amor y quedó llagado porque aceptó ser vulnerado; el nuestro, en cambio, era
pura llaga, que quedó sanada porque aceptó ser amada. En aquella aceptación se
hace el receptáculo de la Misericordia.
Nuestros santos recibieron la
Misericordia
Puede hacernos bien contemplar a otros que se
dejaron recrear el corazón por la misericordia y mirar en qué «receptáculo» la
recibieron.
Pablo la recibe en el receptáculo duro e inflexible
de su juicio moldeado por la Ley. Su dureza de juicio lo impulsaba a ser un
perseguidor. La misericordia lo transforma de tal manera que, a la vez que se
convierte en un buscador de los más alejados, de los de mentalidad pagana, por
otro lado es el más comprensivo y misericordioso para con los que eran como él
había sido. Pablo deseaba ser considerado anatema con tal de salvar a los
suyos. Su juicio se consolida «no juzgándose ni siquiera a sí mismo», dejándose
justificar por un Dios que es más grande que su conciencia, apelándose a
Jesucristo que es abogado fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La
radicalidad de los juicios de Pablo sobre la misericordia incondicional de Dios,
que supera la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes, (la de la
carne y la del Espíritu), es tal porque es el recipiente de una mente
susceptible a lo absoluto de la verdad, herida allí mismo donde la Ley y la Luz
se convierten en trampa. La famosa «espina» que el Señor no le quita es el
receptáculo en el que Pablo recibe la misericordia del Señor (cf. 2 Co 12,7).
Pedro recibe la misericordia en su presunción de
hombre sensato. Era sensato, con la sensatez maciza y trabajada de un pescador,
que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es la sensatez del
que, cuando se entusiasma con esto de caminar sobre las aguas y de tener pescas
milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo
puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber: la
más profunda. La de negar al amigo. Y lo han hecho Papa. Quizás el reproche de
Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que
Pablo sentía que él había sido el peor «antes» de conocer a Cristo; pero Pedro
lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí convirtió a
Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre
se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada – piedra débil
que, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil. Pedro es
el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. Es el más
bastoneado, ¡eh! Lo corrige constantemente, hasta aquel último: «A ti ¿qué te
importa? – hasta allí – tú sígueme a mí» (Jn 21,22). La
tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El
signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este
receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone
hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor.
Pedro no quiere terminar su vida diciendo: «Yo ya
aprendí la lección», sino diciendo: «Como mi cabeza nunca va a aprender, la
pongo para abajo». Arriba del todo, los pies que lavó el Señor. Esos pies son
para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su Amigo y Señor.
Juan será sanado en su soberbia de querer reparar el
mal con fuego y terminará siendo ese que escribe «hijitos míos», y se parece a
uno de esos abuelitos buenos que sólo hablan de amor, él, que era «el hijo del
trueno» (Mc 3,17).
Agustín fue sanado en su nostalgia de haber llegado
tarde a la cita: y esto lo hacía sufrir mucho; y en esta nostalgia fue curado.
«Tarde te amé», y encontrará esa manera creativa de llenar de amor el tiempo
perdido escribiendo sus Confesiones.
Francisco es misericordiado cada
vez más en muchos momentos de su vida. Quizás el receptáculo definitivo, que se
convirtió en llagas reales, haya sido, más que besar al leproso, desposarse con
la dama pobreza y sentir a toda creatura como hermana, el tener que custodiar
en silencio misericordioso a la Orden que había fundado. Aquí yo encuentro el
gran heroísmo de Francisco: el tener que custodiar “en misericordioso silencio”
a la Orden que había fundado. Este es el gran receptáculo de su misericordia.
Francisco ve cómo sus hermanos se dividen tomando como bandera la misma
pobreza. El demonio nos hace pelear entre nosotros no en defender las cosas más
santas – no en esto – pero «con mal espíritu»: ahí está ese.
Ignacio fue sanado en su vanidad, y si ese fue el
recipiente, podemos vislumbrar lo grande que era ese deseo de vanagloria que se
recreó en una tal búsqueda de la mayor gloria de Dios.
En el Diario de un cura rural, Bernanos nos relata
la vida de un cura de pueblo, inspirándose en la vida del Santo Cura de Ars.
Hay dos párrafos muy hermosos que narran los pensamientos íntimos del cura en
los últimos momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios
me conceda seguir sosteniendo la carga de la parroquia... – dice –
trataré de obrar menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo
para el presente. Esa especie de trabajo parece hecha a mi medida... Pues no
tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente probado
por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías».
Es decir, un recipiente de la misericordia pequeñito tiene que ver con las
minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, allí donde podemos recibir y
ejercer la misericordia infinita del Padre en gestos pequeños. Los pequeños
gestos de los sacerdotes, ¡eh! Los pequeños gestos de los sacerdotes…
El otro párrafo dice: «Todo ha terminado ya. La
especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse,
creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he
reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de
lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en
nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo,
como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Este es el
recipiente «amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros
dolientes de Jesucristo». Es un recipiente común, como un jarro viejo que
podemos pedir prestado a los más pobres.
El «Cura Brochero» – es un poco de mi patria, ¡eh! –
el beato argentino que pronto será canonizado, «se dejó trabajar el corazón por
la misericordia de Dios». Su receptáculo terminó siendo su propio cuerpo
leproso. Él, que soñaba con morir galopando, vadeando algún río de las sierras
para ir a dar la unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay
gloria cumplida en esta vida». Y esto nos hará pensar. «No hay gloria cumplida
en esta vida». Y «yo estoy muy conforme con lo que ha hecho conmigo respecto a
la vista y le doy muchas gracias por ello. La lepra lo había dejado ciego.
Cuando yo pude servir a la humanidad, me conservó íntegros y robustos mis
sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del
cuerpo. En este mundo no hay gloria cumplida, y estamos llenos de miserias».
Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por
eso, salir de sí es siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que
las bendiga y perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de
nosotros. Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros
hermanos. Era el cardenal Van Thuan el que decía que, en la cárcel, el Señor le
había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se había
dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se
dedicaba estando encarcelado (cf. Cinco panes y dos peces, Ciudad Nueva 2000).
Y así podemos continuar, con los santos, viendo cómo era el receptáculo de su
misericordia. Pero vayamos a la Virgen: estamos en su casa…
María como recipiente y fuente
de Misericordia
Subiendo por la escalera de los santos, en esto de
ir buscando los recipientes de misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es
el recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la
misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado que
llevó al hijo pródigo a la nada. Ella custodia en su plenitud una misericordia
a la vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Una misericordia muy
suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el Magníficat: se sabe
mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios
alcanza a todas las generaciones. Ella sabe ver las obras que esa misericordia
despliega y se siente «acogida», junto con todo Israel, por esa
misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa de la misericordia infinita
de Dios para con su pueblo. El suyo es el Magníficat de un corazón íntegro, no
agujereado, que mira la historia y a cada persona con su misericordia maternal.
En aquel rato a solas con María que me regaló el
pueblo mexicano, mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome
mirar por ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos
curas. Y lo he dicho tantas veces. Y en el discurso a los obispos les decía que
había reflexionado largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su
ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar por Dios. Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de
mirar que tiene nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.
María nos mira de
modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella
nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres
es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y
vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la
dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino – debilidad
omnipotente – que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa
irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero
2016).
Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es
«un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en
la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de
mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o
el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha
endurecido la mirada, por el trabajo, ¿no?, un poco de cansancio… sucede a
todos, ¡eh!, que se ha endurecido su mirada, que cuando ven a la gente sienten
fastidio o no sienten nada, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de
los más pequeños, de los más pequeños de su gente, que mendiga un regazo,
y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en
las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente,
que son las del Señor encarnado, y los curará de toda presbicia que se pierde
los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la
vida de la Iglesia y de la familia. La mirada de la Virgen cura.
Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el
tejido: María mira
«tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su
gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el
manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de
su gente, y ha tejido el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un
maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se
dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf. Isaac de
la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la
figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando
cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia.
No todos nos miran de la misma forma, del mismo
modo. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas. Un sacerdote,
un cura que se vuelve impermeable a las miradas está encerrado en sí mismo.
Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón,
resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los hombres
que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios. Si tú no eres capaz
de custodiar el rostro de los hombres que llaman a tu puerta, no serás capaz de
hablarles a ellos de Dios. Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos
cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles. La riqueza que tenemos
fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan, y
dicho encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de pastores»
(ibíd.). A sus obispos les decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes,
«que no los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad
que devora el corazón» (ibíd.). El mundo nos observa con atención pero para
«devorarnos», para volvernos consumidores… Todos necesitamos ser mirados con
atención, con interés gratuito, digamos.
«Ustedes estén atentos – les decía a los obispos – y
aprendan a leer las miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando
sientan el gozo de contar cuanto “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se
sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque “han
negado al Señor” (cf. Lc 22,61-62), y
también para sostener [...], en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido,
saldrá con Judas “en la noche” (cf. Jn 13,30).
En estas situaciones, que nunca falte la paternidad
de los obispos, para con sus sacerdotes. Y decía: animen la comunión entre
ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque
el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas» (ibíd.)
Por último, cómo mira María: María mira de modo «íntegro»,
uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. No tiene una mirada
fragmentada: la misericordia hace ver la totalidad y capta lo más necesario. Como María en Caná, que es capaz de «compadecerse» anticipadamente de lo
que acarreará la falta de vino en la fiesta de bodas y pide a Jesús que lo
solucione, sin que nadie se dé cuenta, así toda nuestra vida sacerdotal la
podemos ver como «anticipada por la misericordia» de María, que previendo
nuestras carencias ha provisto todo lo que tenemos. Todo lo que tenemos. Si
algo de «vino bueno» hay en nuestra vida, no es por mérito nuestro sino por su
«misericordia anticipada», esa que ya en el Magníficat canta cómo el Señor
«miró con bondad su pequeñez» y «se acordó de su (alianza de) misericordia»,
una «misericordia que se extiende de generación en generación» sobre sus pobres
y oprimidos (cf. Lc 1,46-55). La lectura que hace
María es la de la historia como misericordia.
Podemos terminar rezando la Salve Regina en cuyas
invocaciones late el espíritu del Magníficat. Ella es la Madre de misericordia,
vida, dulzura y esperanza nuestra. Y cuando ustedes, sacerdotes, tengan
momentos oscuros, feos, cuando no sepan cómo arreglárselas en lo más íntimo de
su corazón, no digo sólo “miren a la Madre”: eso lo tienen que hacer; sino
vayan allá y déjense mirar por Ella. En silencio, incluso adormeciéndose… Esto
hará que en aquellos momentos feos, quizás con tantos errores que han hecho y
que los han llevo allí, hará de toda esta suciedad receptáculo de misericordia.
Déjense mirar por la Virgen. Sus ojos misericordiosos son los que consideramos
el mejor recipiente de la misericordia, en el sentido de poder beber en ellos
esa mirada indulgente y buena de la que tenemos sed como sólo se puede tener
sed de una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver
las obras de la misericordia de Dios en la historia de los hombres y descubrir
a Jesús en sus rostros. En ella encontramos la tierra prometida – el reino de
la misericordia instaurado por el Señor – que viene, ya en esta vida, después
de cada destierro al que nos arroja el pecado. De su mano y agarrándonos de su
manto – yo en mi estudio tengo una bella imagen, que me ha regalado Rupnik: la
hizo él, de la “Synkatabasis”, y ella que hace descender a Jesús y las manos
son como escalones. Pero lo que me gusta más es que Jesús en una mano tiene la
plenitud de la Ley y con la otra se agarra del manto de la Virgen: también Él,
se ha tomado del manto de la Virgen. Y la tradición rusa, los monjes, los
viejos monjes rusos nos dicen que en las turbulencias espirituales es necesario
refugiarse debajo del manto de la Virgen. La primera antífona de Occidente es
ésta: “Sub tuum praesidium”, el manto de la Virgen. No tengas vergüenza: no
hagas grandes discursos; estar allí y dejarse cubrir, dejarse mirar. Y llorar.
Cuando encontramos a un sacerdote que es capaz de esto, de ir a la Madre y
llorar, con tantos pecados, yo puedo decir: es un buen sacerdote porque es un
buen hijo. Será un buen padre. Tomados de la mano por ella y bajo su mirada
podemos cantar con alegría las grandezas del Señor.
Podemos decirle: Mi alma te canta, Señor, porque
miraste con bondad la humildad y pequeñez de tu servidor. Feliz de mí, que he
sido perdonado. Tu misericordia, la que practicaste con todos tus santos y con
todo tu pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. He andado disperso,
buscándome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado ningún
trono, Señor, y mi única exaltación es que tu Madre me alce a su regazo, me
cubra con su manto y me ponga junto a su corazón. Quiero ser amado por ti como
uno más de los más humildes de tu pueblo, colmar con tu pan a los que tienen
hambre de ti. Acuérdate, Señor, de tu alianza de misericordia con tus hijos,
los sacerdotes de tu pueblo.
Que con María
seamos signo y sacramento de tu misericordia.
(from Vatican Radio)
Jubileo
de los sacerdotes: Tercera meditación del Papa
(San
Pablo Extramuros)
2016-06-02 Radio Vaticana
«El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia»
Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, con los ojos misericordiosos
de la Madre de Dios
(RV).- En el marco del Jubileo sacerdotal - en la
víspera de la Solemnidad del Sagradísimo Corazón de Jesús,
del Año Santo de la Misericordia, y de su culmen, con la Misa presidida por el
Papa Francisco en la Plaza de San Pedro, en el 160 aniversario de la
institución de esta solemnidad para la Iglesia universal – el Obispo de Roma
dedicó su tercera meditación a «El buen olor de Cristo y la
luz de su misericordia».
En la Basílica papal de San Pablo Extramuros, en el
tercer y último encuentro, del Retiro espiritual para los sacerdotes y
seminaristas, predicado por el Sucesor de Pedro, propuso «meditar con las obras
de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a
nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos
de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta»
y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» (cf. Jn 2,1-12), para que
su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita».
El buen olor de Cristo – el cuidado de los pobres – es distintivo de la
Iglesia, siempre lo ha sido, reiteró el Papa. Con el
Catecismo de la Iglesia Católica, recordó a santa Rosa de Lima, evocando luego
a san Pablo y a los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan:
«Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los
pobres» (Ga 2,10). El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia
por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los
fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos,
defenderlos y liberarlos» (n. 2448). En la Iglesia hemos tenido y tenemos
muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los
pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al
Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz».
«El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que
hace que la gente glorifique al Padre», reiteró el Papa, señalando que el
pueblo valora al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a
los pecadores, enseña y corrige con paciencia. Así como «el pueblo perdona a
los curas muchos defectos, salvo el estar apegados al dinero… porque el dinero
nos hace perder la riqueza de la misericordia».
El Papa Francisco alentó a pedir al Señor «una
mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras
de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y
gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos»
Y propuso « una oración con la
pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en
la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia».
Recordando el diálogo de Jesús con la mujer adúltera
y las palabras del Señor al paralítico de Betesda (Jn 5,14): «No peques más»,
el Obispo de Roma destacó el mandamiento «En adelante no peques más», «para
ayudar a andar», «para caminar en el amor»:
«Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques
más» de manera honda, personal.
Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la gente, es muy suya: él es
el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y acompaña
nuestra historia. Por eso, el objeto al que se
dirige la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre
o una mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios
los invita a andar. La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede
atrás, o se pase de vivo. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para
el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine
humildemente en presencia del Señor (cf. Mi 6,8), que no camine en la caridad
(cf. Ef 5,2)».
(CdM – RV)
«En nuestro tercer encuentro les propongo meditar con las obras
de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas,
la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas
juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen
descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos
diga» (cf. Jn 2,1-12), para que su misericordia obre los milagros que nuestro
pueblo necesita.
Las obras de misericordia están muy ligadas a los
«sentidos espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y gustar» el
Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el
Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de misericordia al
que está caído al lado del camino, podemos escuchar los gritos de Bartimeo;
podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su manto el toque tímido pero
decidido de la hemorroísa; podemos pedir la gracia de gustar con él en la cruz
el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el fuerte
olor de la miseria —en hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos
de gente—; ese olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al
ungirlo hace que se despierte una esperanza.
«Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de
Cristo»
El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las
obras de misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su
madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le
contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de
Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo —el cuidado de los pobres— es
distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su encuentro
con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «sólo
nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10). El Catecismo dice
también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de
un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a
pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para
aliviarlos, defenderlos y liberarlos» (n. 2448).
En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no
tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de
misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos
lo hicieron de manera muy creativa y eficaz. El amor a los pobres ha sido el
signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestro pueblo valora
esto: al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los
pecadores, que enseña y corrige con paciencia... Nuestro pueblo perdona a los
curas muchos defectos, salvo el de estar apegados al dinero. Y no es tanto por
la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la
misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el pastor,
cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un funcionario o, peor aún,
en un mercenario, y cuáles son en cambio, no diría que pecados
secundarios, pero sí pecados que se pueden sobrellevar, cargar como una cruz,
hasta que el Señor los purifique al final, como hará con la cizaña. Sin
embargo, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal.
Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre
para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Y esto es así porque la
misericordia cura «perdiendo algo de sí»: un jirón del corazón se queda con el
herido, un tiempo de nuestra vida lo perdemos para lo que teníamos ganas de
hacer cuando se lo regalamos al otro.
La gracia de dejarnos
misericordiar por Dios
Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia
mí en alguna falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en
cuando yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado.
La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar por Dios
en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en
todo nuestro actuar.
Para nosotros, sacerdotes y obispos, que trabajamos
con los sacramentos bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía..., la
misericordia es la manera de convertir toda la vida del Pueblo de Dios en
sacramento. Ser misericordioso no es sólo un modo de ser, sino el modo de ser.
No hay otra posibilidad de ser sacerdote.
El Cura Brochero, que este año si Dios quiere será
canonizado, decía: «El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es
medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen
sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego».
La mirada de un padre: mirada
sacerdotal del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre
Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente
y, mejor aún, preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada
sacerdotal —del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre—,
que nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se debe enseñar
a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales.
Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que
aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de
misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y
gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice
Aparecida citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo
sabe que comprendemos su dolor» (n. 386). En nuestras obras.
La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es
que en nuestras obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y
encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente.
No así para otro tipo de proyectos, que a veces van
bien y otras no, sin que algunos se den cuenta de por qué no funciona y se
rompan la cabeza buscando un nuevo, enésimo, plan pastoral, cuando uno podría
decir sencillamente: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de
entrar en detalles. Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta
esa misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con una
clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra un futuro
para encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con una crítica
puntual...
Les propongo una oración con la pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para
pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la
dimensión social de las obras de misericordia.
Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer
adúltera: cómo, cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto
en que le pedían que se definiera —«¿hay que apedrearla o no?»—, no se definió,
no aplicó la ley. Se hizo el sordo y, en ese momento, les salió con otra cosa.
Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas
palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto
le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el
corazón. A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se apura
a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esta
frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que se saltó la ley.
Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un todo con sus acciones.
El hecho de agacharse para escribir en tierra dos
veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y luego
lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar
y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su interioridad y hace que los
que juzgan se retiren.
En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros
espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este
espacio que ha quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que
«no ve a nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar
alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te
“categorizaban”?» (la palabra es importante, ya que habla de eso que tanto
rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen...). Una vez que
la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que él tampoco lo
invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí mismo le abre otro
espacio libre: «En adelante no peques más». El mandamiento se da para adelante,
para ayudar a andar, para «caminar en el amor». Esta es la delicadeza de la
misericordia que mira con piedad lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no
peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a
poner en palabras lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es
como el «sí» de María a la gracia. El «no» va dicho en relación a la raíz del
pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la
que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. Por eso,
el Señor no sólo le despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que
deje de ser «objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar
no se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no
la deja hacer su vida. También le dice al paralítico de la piscina de Betesda:
«No peques más» (Jn 5,14). Pero a este —que se justificaba con las cosas
tristes que «le sucedían», que tenía una psicología de víctima— lo pincha un
poco con eso de que «no sea que te suceda algo peor». Aprovecha el Señor su
manera de pensar, aquello que teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade
con el susto, digamos. Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más»
de manera honda, personal».
Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la
gente, es muy suya: él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que
lleva adelante y acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige
la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre o una
mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios los
invita a andar. La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede
atrás, o se pase de vivo. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para
el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine
humildemente en presencia del Señor (cf. Mi 6,8), que no camine en la caridad
(cf. Ef 5,2).
El espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres
Y, hablando de espacio, vayamos al del confesionario. El Catecismo de la
Iglesia Católica nos hace ver el confesionario como un lugar en el que la
verdad nos hace libres para un encuentro: «Cuando celebra el sacramento de la
Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la
oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que
es-pera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace
acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una
palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de
Dios con el pecador» (n. 1465). Y nos recuerda que «el confesor no es dueño,
sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse
a la intención y a la caridad de Cristo» (n. 1466).
Signo e instrumento de un encuentro. Eso somos.
Atracción eficaz para un encuentro. Signo quiere decir que debemos atraer, como
cuando uno hace señales para llamar la atención. Un signo debe ser coherente y
claro, pero sobre todo comprensible. Porque hay signos que son claros sólo para
los especialistas. Signo e instrumento. El instrumento se juega la vida en su
eficacia, en estar a mano e incidir en la realidad de manera precisa, adecuada.
Somos instrumento si de verdad la gente se encuentra con el Dios
misericordioso. A nosotros nos toca «hacer que se encuentren», que queden
frente a frente. Lo que después hagan ellos es cosa suya. Hay un hijo pródigo
en el chiquero y un padre que sube todas las tardes a la terraza a ver si
viene; hay una oveja perdida y un pastor que ha salido a buscarla; hay un
herido tirado al borde del camino y un samaritano que tiene buen corazón. ¿Cuál
es, pues, nuestro ministerio? Ser signo e instrumento de que estos se
encuentren. Tengamos claro que nosotros no somos ni el padre, ni el pastor, ni
el samaritano. Más bien estamos del lado de los otros tres, en cuanto
pecadores. Nuestro ministerio tiene que ser signo e instrumento de ese
encuentro. Por eso, nos situamos en el ámbito del misterio del Espiritu Santo,
que es el que crea la Iglesia, el que hace la unidad, el que reaviva una y otra
vez el encuentro.
La otra cosa propia de un signo y de un instrumento
es su no autorreferencialidad, por decirlo en difícil. Nadie se queda en el signo una vez que
comprendió la cosa; nadie se queda mirando el destornillador ni el martillo,
sino que mira el cuadro que quedó bien fijado. Siervos inútiles somos. Esto es,
instrumento y signo que fueron muy útiles para otros dos que se fundieron en un
abrazo, como el padre con su hijo.
La tercera característica propia del signo y del
instrumento es su
disponibilidad. Que el instrumento esté a la
mano, que el signo sea visible. La esencia del signo y del instrumento es ser
mediadores. Quizás aquí está la clave de nuestra misión en este encuentro de la
misericordia de Dios con el hombre. Es más claro probablemente usar un término
negativo. San Ignacio hablaba de «no ser impedimento». Un buen mediador es el
que facilita las cosas y no pone impedimentos. En mi tierra había un gran
confesor, el padre Cullen, que se sentaba en el confesionario y hacía dos
cosas: una era arreglar pelotas de cuero para los chicos que jugaban al fútbol,
la otra era leer un gran diccionario chino. Él decía que, cuando la gente lo
veía en actividades tan inútiles, como arreglar pelotas viejas, y tan a largo
plazo, como leer un diccionario chino, pensaba: «Voy a acercarme a charlar un
poco con este cura, ya que se ve que no tiene nada que hacer». Estaba
disponible para lo esencial. Quitaba el impedimento de andar siempre con cara
de muy ocupado.
Todos nosotros hemos conocido buenos confesores. Hay
que aprender de nuestros buenos confesores, de aquellos a los que la gente se
les acerca, los que no la espantan y saben hablar hasta que el otro cuenta lo
que le pasa, como Jesús con Nicodemo. Si uno se acerca al confesionario es
porque está arrepentido, ya hay arrepentimiento. Y si se acerca es porque tiene
deseo de cambiar. O al menos deseo de deseo, si la situación le parece
imposible (ad impossibilia nemo tenetur, como dice el brocardo, nadie está
obligado a hacer lo imposible).
Hay que aprender de los buenos confesores, los que
tienen delicadeza con los pecadores y les basta media palabra para comprender
todo, como Jesús con la hemorroísa, y ahí precisamente les sale la fuerza del
perdón. La integridad de la confesión no es cuestión de matemáticas. A veces la
vergüenza se cierra más ante el número que ante el nombre del pecado mismo.
Pero para esto hay que dejarse conmover ante la situación de la gente, que a
veces es una mezcla de cosas, de enfermedad, de pecado y de condicionamientos
imposibles de superar, como Jesús, que se conmovía al ver a la gente, lo sentía
en las entrañas, en las tripas y por eso curaba y curaba, aunque el otro «no lo
pidiera bien», como aquel leproso, o diera vueltas como la Samaritana, que era
como el tero: chillaba en un lado pero tenía el nido en otro.
Hay que aprender de los confesores que saben hacer
que el penitente sienta la corrección dando un pasito adelante, como Jesús, que
daba una penitencia que bastaba, y sabía valorar al que volvía a dar gracias,
al que daba para más. Jesús hacía tomar la camilla al paralítico, o se hacía
rogar un poco por los ciegos o por la mujer sirofenicia. No le importaba si
después no le hacían caso, como el paralítico de Betesda, o si contaban cosas
que les había mandado que no contaran y luego parecía que el leproso era él,
porque no podía entrar en los poblados o sus enemigos encontraban motivos para
condenarlo. Él curaba, perdonaba, daba alivio, descanso, dejaba respirar a la
gente un hálito del Espíritu consolador.
Conocí en Buenos Aires a un fraile capuchino —un
poco menor que yo—que es un gran confesor. Siempre tiene delante del
confesionario una fila, mucha gente; sí, más y más gente, todo el día
confesando. Y él es un gran perdonador. Y perdona, pero, a veces, le agarran
escrúpulos de haber perdonado mucho. Y entonces, una vez, charlando, me dijo:
«A veces, tengo esos escrúpulos». Y yo le pregunté: «¿Y qué hacés cuando tenés
esos escrúpulos?». «Voy delante del sagrario, lo miro al Señor, y le digo:
“Señor, perdoname, hoy he perdonado mucho. Pero que quede claro, ¿eh?, que la
culpa la tenés vos porque me diste el mal ejemplo”». La misericordia la
mejoraba con más misericordia.
Por último, en esto de la confesión, dos consejos: Uno, no tengan
nunca la mirada del funcionario, del que sólo ve «casos» y se los quita de
encima. La misericordia nos libra de ser un cura
juez-funcionario, digamos, que de tanto juzgar «casos» pierde la sensibilidad
para las personas, para los rostros. La regla de Jesús es «juzgar como queremos
ser juzgados». En esa medida intima que uno tiene para juzgar si lo trataron
con dignidad, si lo ningunearon o lo maltrataron, si lo ayudaron a ponerse en
pie... —fijémonos en que el Señor confía en esa medida que es tan
subjetivamente personal— está la clave para juzgar a los demás. No tanto porque
esa medida sea «la mejor», sino porque es sincera y, a partir de ella, se puede
construir una buena relación. El otro consejo: No sean curiosos en el confesionario. Cuenta santa Teresita que, cuando recibía las confidencias de sus
novicias, se cuidaba muy bien de preguntar cómo había seguido la cosa. No
curioseaba el alma de la gente (cf. Historia de un alma, manuscrito C. A la
madre Gonzaga, c. XI 32 r). Es propio de la misericordia «cubrir con su manto»
el pecado para no herir la dignidad. Como los dos hijos de Noé, que cubrieron
con el manto la desnudez de su padre, que se había emborrachado (cf. Gn 9,23).
Dimensión social de las
obras de misericordia
Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la «contemplación para
alcanzar amor», que conecta lo vivido en la oración con la vida cotidiana. Y
nos hace reflexionar acerca de cómo el amor hay que ponerlo más en las obras
que en las palabras. Esas obras son las obras de misericordia, las que el Padre
«preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10), las que el Espíritu
inspira a cada uno para el bien común (cf. 1 Co 12, 7). A la vez que
agradecemos al Señor por tantos beneficios recibidos de su bondad, pedimos la
gracia de llevar a todos los hombres esa misericordia que nos ha salvado a
nosotros.
Les propongo meditar con alguno de los párrafos
finales de los Evangelios. Allí, el Señor mismo establece esa conexión entre lo
recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estos finales en clave de «obras de
misericordia», que ponen en acto el tiempo de la Iglesia en el que Jesús
resucitado vive, acompaña, envía y atrae nuestra libertad, que encuentra en él
su realización concreta y renovada cada día.
Mateo nos dice que el Señor envía a los apóstoles y
les dice: «Enseñen a guardar todo lo que yo les he mandado» (28,20). Este
«enseñar al que no sabe» es en sí mismo una de las obras de misericordia. Y se
multiplica como la luz en las demás obras: en las de Mateo 25, que tienen que
ver más con las obras así llamadas corporales, y en todos los mandamientos y
consejos evangélicos, de «perdonar», «corregir fraternalmente», consolar a los
tristes, soportar las persecuciones...
Marcos termina con la imagen del Señor que
«colabora» con los apóstoles y «confirma la Palabra con las señales que la
acompañan» (cf. 16,20). Esas «señales» tienen la característica de las obras de
misericordia. Marcos habla, entre otras cosas, de sanar a los enfermos y
expulsar a los malos espíritus (cf. 16,17-18).
Lucas continúa su Evangelio con el libro de los
«Hechos» —praxeis— de los apóstoles, narrando su modo de proceder y las obras
que hacen, guiados por el Espíritu.
Juan termina hablando de las «otras muchas cosas»
(21,25) o «señales» (20,30) que hizo Jesús. Los hechos del Señor, sus obras, no
son meros hechos sino que son signos en los que, de manera personal y única en
cada uno, se muestra su amor y su misericordia.
Podemos contemplar al Señor que nos envía a este
trabajo con la imagen de Jesús misericordioso, tal como se le reveló a sor
Faustina. En esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que
viene de la interioridad de Dios y que, al pasar por el corazón de Cristo, sale
diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.
Las obras de misericordia son infinitas, cada una
con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las
siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así
numeradas, son como las materias primas —las de la vida misma— que, cuando las
manos de la misericordia las tocan y las moldean, se convierten cada una de
ellas en una obra artesanal.
Una obra que se multiplica como el pan en las
canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la
misericordia es fecunda e inclusiva. Es verdad que solemos pensar en las obras
de misericordia de una en una, y en cuanto ligadas a una obra: hospitales para
los enfermos, comedores para los que tienen hambre, hospederías para los que
están en situación de calle, escuelas para los que tienen que educarse, el
confesionario y la dirección espiritual para el que necesita consejo y
perdón...
Pero, si las miramos en conjunto, el mensaje es que
el objeto de la misericordia es la vida humana misma y en su totalidad. Nuestra
vida misma en cuanto «carne» es hambrienta y sedienta, necesitada de vestido,
casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede darse a sí
mismo. Hasta el más rico, al morir, queda hecho una miseria y nadie lleva
detrás, en su cortejo, el camión de la mudanza.
Nuestra vida misma, en cuanto «espíritu», tiene
necesidad de ser educada, corregida y alentada (consolada). Necesitamos que
otros nos aconsejen, nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros.
La familia es la que practica estas obras de
misericordia de manera tan ajustada y desinteresada que no se nota, pero basta
que en una familia con niños pequeños falte la mamá para que todo se quede en
la miseria. La miseria más absoluta y crudelísima es la de un niño en la calle,
sin papás, a merced de los buitres.
Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento,
ahora se trata de «actuar», y no sólo de tener gestos sino de hacer obras, de
institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia. Puestos a obrar,
sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que moviliza y lleva adelante
estas obras. Y lo hace utilizando los signos e instrumentos que desea, aunque a
veces no sean los más aptos en sí mismos. Es más, se diría que para ejercitar
las obras de misericordia el Espíritu elige más bien los instrumentos más
pobres, los más humildes e insignificantes, los más necesitados ellos mismos de
ese primer rayo de la misericordia divina.
Estos son los que mejor se dejan formar y capacitar
para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La alegría de
sentirse «siervos inútiles», a los que el Señor bendice con la fecundidad de su
gracia, y que él mismo en persona sienta a su mesa y les ofrece la Eucaristía,
es una confirmación de estar trabajando en sus obras de misericordia.
A nuestro pueblo fiel le gusta unirse en torno a las
obras de misericordia. Tanto en las celebraciones —penitenciales y festivas—
como en la acción solidaria y formativa, nuestro pueblo se deja juntar y
pastorear de una manera que no todos advierten ni valoran, aunque fracasen
tantos otros planes pastorales centrados en dinámicas más abstractas.
La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en
nuestros santuarios y peregrinaciones, presencia anónima, pero anónima por
exceso de rostros y por el deseo de hacerse ver sólo por Aquel y Aquella que
los miran con misericordia, así como por la colaboración también numerosa que,
sosteniendo con su trabajo tanta obra solidaria, debe ser motivo de atención,
de valoración y de promoción por nuestra parte.
Como sacerdotes, pedimos dos gracias al Buen Pastor,
la de saber dejamos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también
por su «sentido del pobre». Ambos «sentidos» tienen que ver con su «sensus
Christi», con el amor y la fe que nuestro pueblo tiene por Jesús.
Terminamos rezando
el Alma de Cristo, que es una hermosa oración para
pedir misericordia al Señor venido en carne, que nos misericordea con su mismo
Cuerpo y Alma. Le pedimos que nos
misericordee junto con su pueblo: a su alma, le pedimos «santifícanos», a su
cuerpo, le suplicamos «sálvanos», a su sangre, le rogamos «embriáganos»,
quítanos toda otra sed que no sea de ti, al agua de su costado, le pedimos
«lávanos»; a su pasión le rogamos «confórtanos», consuela a tu pueblo, Señor
crucificado; en sus llagas suplicamos «hospédanos»... No permitas que tu
pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu
misericordia, que nos defiende de las insidias del enemigo maligno. Así
podremos cantar las misericordias del Señor junto con todos tus santos cuando
nos mandes ir a ti.
(from Vatican Radio)
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lunes, 13 de junio de 2016
JUBILEO DE LOS SACERDOTES. RETIRO ESPIRITUAL PREDICADO POR EL PAPA FRANCISO
JUBILEO DE LOS
SACERDOTES.
RETIRO ESPIRITUAL
PREDICADO POR EL PAPA FRANCISO A SACERDOTES Y SEMINARISTAS DE TODO EL MUNDO
Sacerdotes y seminaristas de todo el mundo se reúnen
en Roma para celebrar el Jubileo de los Sacerdotes que tendrá lugar del 1
al 3 de junio.
En el primer día los participantes peregrinarán
hacia la Puerta Santa y por la tarde tendrán catequesis y Misa por grupos
lingüísticos en diferentes templos jubilares. Al día siguiente, el Papa Francisco les predicará un Retiro con tres
meditaciones en preparación a la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
Al finalizar el Jubileo, el viernes 3 de junio, el
Obispo de Roma presidirá la Santa Misa en la plaza de San Pedro en la
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y los presbíteros que participan en
este evento jubilar podrán concelebrar con el Papa.
El Arzobispo Secretario para los Seminarios en la
Congregación del Clero, monseñor Jorge Carlos Patrón
Wong explica a Radio Vaticano cómo se están preparando para este
importante evento jubilar y destaca que el Jubileo de los Sacerdotes se vivirá
también en las diferentes diócesis del mundo.
“Se han recibido muchas representaciones de
diferentes países, tanto de sacerdotes, como de seminaristas. Estamos muy
contentos porque tendremos representantes prácticamente de
todos los países del mundo, además de los más de 5.000 sacerdotes y
seminaristas que estudian en Roma que vienen de los cinco continentes se están
preparando también para participar activamente”.
“En el último día del Jubileo tendremos la dicha de
poder concelebrar con el Santo Padre miles y miles de
sacerdotes y también donde muchos seminaristas podrán vivir de cerca esta
experiencia sacerdotal”.
“Nos da mucho gusto que este momento sea donde vamos
a compartir la alegría de la vocaciónsacerdotes de todas las edades,
vienen sacerdotes que ya tienen más de cincuenta años de vida sacerdotal como
recién ordenados y tenemos a jóvenes seminaristas que están haciendo su camino
de transformar su vida en buenos pastores”.
“Esto nos va a alentar muchísimo porque se nota un
florecer y una primavera vocacional en la Iglesia,
porque el sacerdote, el presbítero experimenta muy fuertemente durante este Año
que nuestra vocación es fruto de la Misericordia de Dios para cada uno de
nosotros y ese amor recibido gratuitamente nosotros queremos compartirlo…
Además, la presencia de tantos sacerdotes y seminaristas de todo el mundo
fortalecerá la unión, la comunión y el sentido de pertenencia a la Iglesia
Católica y al servicio que como Iglesia Católica y como sacerdotes prestamos a
toda la humanidad”.
“Nos llena de alegría saber que en todas las
diócesis precisamente el día del Sagrado Corazón de
Jesús, en todas las diócesis guiados por sus Obispos, tendremos
diferentes eventos a nivel diocesano donde ese mismo día tendremos Retiros,
horas santas, celebraciones festivas y también la concelebración eucarística de
los sacerdotes del mundo, va a ser un día plenamente sacerdotal”.
(Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
Primera
meditación del Papa
(RV).- “La gente más simple, los pecadores, los
enfermos, los endemoniados, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los
hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta.
Esta es la expresión: la misericordia nos hace pasar de la distancia a la
fiesta”, lo dijo el Papa Francisco en la primera meditación del Retiro
Espiritual dirigido a los seminaristas y presbíteros de todo el mundo que
participan en el Jubileo de los Sacerdotes, sobre el tema: “El sacerdote como ministro
de la misericordia”. Este evento jubilar inició el 1 de junio en Roma y
concluirá el 3 de junio con la celebración Eucarística presidida por el Santo
Padre en el día del 160° Aniversario de la institución de la fiesta del Sagrado
Corazón de Jesús en la Plaza de San Pedro.
En su primera meditación el Obispo de Roma recordó
que “la misericordia es tanto el fruto de una ‘alianza’ como un ‘acto’ gratuito
de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se
traduce en una obra externa”. Por ello, el Pontífice señaló que esta obra se
manifiesta en la actitud de “compadecerse del que sufre, conmoverse ante el
necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente
y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para
remediar la situación”.
Y, partiendo de este sentimiento visceral, el
Sucesor de Pedro invitó a los sacerdotes a mirar a Dios desde la perspectiva de
este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros,
es decir que el nombre de Dios es Misericordia. “Nada une más con Dios que un
acto de misericordia, agrego el Papa, ya sea que se trate de la misericordia
con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da
para practicar las obras de misericordia en su nombre”.
En este sentido, el Sucesor de Pedro propuso para la
meditación la parábola del Padre misericordioso narrado en el Evangelio de San
Lucas, (Cfr. Lc15,11-31). En esta parábola, afirmó el Papa, nos situamos en el
ámbito del misterio del Padre. Y sin preámbulos, podemos pasar de la distancia
a la fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo
de la misericordia nuestro propio pecado. En este sentido invitó el Papa
Francisco a los sacerdotes, “la misericordia nos impulsa a pasar de lo personal
a lo comunitario”.
Comencemos esta jornada de retiro espiritual. Y
también creo que nos hará bien orar unos por otros, los unos por los otros, es
decir en comunión. Un retiro, pero en comunión, ¡todos! Yo he escogido el tema
de la misericordia.
Antes una pequeña introducción, para todo el retiro:
La misericordia, en su aspecto más femenino, es el
entrañable amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su creatura
recién nacida y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir
y crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del
Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos. La
misericordia es tanto el fruto de una «alianza» —por eso se dice que Dios se
acuerda de su (pacto de) misericordia (hesed)— como un «acto» gratuito de
benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce
en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna). Esta inclusividad
hace que esté siempre a la mano de todos el «misericordiar», el compadecerse
del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las
tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo
concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación. Y, partiendo de
este sentimiento visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la
perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido
revelar para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.
Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo
especial. La dinámica de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro.
La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica
—purgativa, iluminativa y unitiva— nunca son etapas sucesivas, que se puedan
dejar atrás. Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más
contemplación y de un amor renovado. Nada une más con Dios que un acto de
misericordia, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos
perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las
obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar
nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los
misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), para comprender cuál
es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía. A la misericordia se le
puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán
medidos» (Mt 7,2).
La misericordia nos permite pasar de sentirnos
misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión,
el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la
dignidad a la que el Señor nos eleva.
Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la
fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la
misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo
personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los
milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús
por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se
reparten.
Tres sugerencias
La alegre y libre familiaridad que se establece a
todos los niveles entre los que se relacionan entre sí con el vínculo de la
misericordia —familiaridad del Reino de Dios, tal como Jesús lo describe en sus
parábolas— me lleva a sugerirles tres cosas para su oración personal de este
día.
La primera tiene
que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio y que dice: «No el mucho
saber llena y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas de Dios
interiormente» (Ejercicios Espirituales, 2). San Ignacio
agrega que allí donde uno encuentra lo que quiere y siente gusto, allí se quede
rezando «sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me satisfaga» (ibíd.,
76). Así que, en estas meditaciones sobre la misericordia, uno puede comenzar
por donde más le guste y quedarse allí, pues seguramente una obra de
misericordia le llevará a las demás. Si comenzamos dando gracias al Señor, que
maravillosamente nos creó y más maravillosamente aún nos redimió, seguramente
esto nos llevará a sentir pena por nuestros pecados. Si comenzamos por
compadecernos de los más pobres y alejados, seguramente necesitaremos ser
misericordiados también nosotros.
La segunda
sugerencia para rezar tiene que ver con una forma de utilizar la palabra
misericordia. Como se habrán dado cuenta, al hablar de la
misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: «Hay que misericordiar para
ser misericordiados». El hecho de que la misericordia ponga en contacto una
miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente.
No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción. Por
tanto, en la oración, no hace bien intelectualizar. Con prontitud, y con la
ayuda de la gracia, nuestro diálogo con el Señor tiene que concretarse en qué
pecado tiene que tocar su misericordia en mí, dónde siento, Señor, más
vergüenza y más deseo reparar; y rápidamente tenemos que hablar de aquello que
más nos conmueve, de esos rostros que nos llevan a desear intensamente poner
manos a la obra para remediar su hambre y sed de Dios, de justicia, de ternura.
A la misericordia se la contempla en la acción. Pero un tipo de acción que es
omniinclusiva: la misericordia incluye todo nuestro ser —entrañas y espíritu— y
a todos los seres.
La última
sugerencia va por el lado del fruto de los ejercicios, es decir de la gracia
que tenemos que pedir y que es, directamente, la de convertirnos en sacerdotes
más misericordiados y más misericordiosos. Nos podemos
centrar en la misericordia porque ella es lo esencial, lo definitivo. Por
los escalones de la misericordia (cf. Laudato si’, 77) podemos bajar hasta lo
más bajo de la condición humana —fragilidad y pecado incluidos— y ascender
hasta lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos (perfectos)
como su Padre es misericordioso». Pero siempre para «cosechar» sólo más
misericordia. De aquí deben venir los frutos de conversión de nuestra
mentalidad institucional: si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan
para recibir mejor la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para
con los demás, se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente.
Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado
de esa «simplicidad evangélica» que entiende y practica todas las cosas en
clave de misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo
cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como
verbo —misericordiar y ser misericordiados— que nos lanza a la acción en medio
del mundo. Y, además, como misericordia «siempre más grande», como una
misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien en mejor, y yendo de
menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es la del Padre siempre más
grande y cuya misericordia infinita «crece», si se puede decir así, y no tiene
techo ni fondo, porque proviene de su soberana libertad.
Primera
meditación:
Si la misericordia del Evangelio es, como hemos
dicho, un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el
mundo de hoy, y cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es
preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el terreno
desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las heridas para ese
aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal desvivirse en cariños y
atenciones; cuál la distancia para tanta sed de abrazo y de encuentro…
La parábola que les propongo para
esta meditación es la del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-31). Nos situamos
en el ámbito del misterio del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese
momento en que el hijo pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del
egoísmo, que hizo todo lo que quiso y, en vez de ser libre, se encuentra
esclavo. Mira a los chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la
nostalgia. Nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su casa,
la casa de su padre, comen para el desayuno. La nostalgia… La nostalgia es un
sentimiento poderoso.
Tiene que ver con la misericordia porque nos
ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero —la patria de donde
salimos— y nos despierta la esperanza de volver. En este horizonte amplio de la
nostalgia, este joven —dice el Evangelio— entró en sí y se sintió miserable.
Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado,
pasemos a ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó
efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Da vueltas en su
dedo al anillo de par con su padre. Tiene sandalias nuevas en los pies. Está en
medio de la fiesta, entre la gente. Algo así como nosotros, si alguna vez nos
pasó, que nos confesamos antes de la misa y ahí nomás nos encontramos
«revestidos» y en medio de una ceremonia.
Avergonzada dignidad
Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este
hijo pródigo y predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón
entre esos dos extremos —la dignidad y la vergüenza—, sin soltar ninguno de
ellos, quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre. Podemos
imaginar que la misericordia le brota como sangre. Que él sale a buscarnos
—pecadores—, nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de nuevo, renovados, a
todas las periferias a misericordiar a todos. Su sangre es la sangre de Cristo,
sangre de la Nueva y Eterna Alianza de misericordia, derramada por nosotros y
por todos los hombres para el perdón de los pecados. Esta sangre la
contemplamos entrando y saliendo de su corazón, y del corazón del Padre. Esto
es nuestro único tesoro, lo único que tenemos para dar al mundo: la sangre que
purifica y pacifica todo y a todos. La sangre del Señor que perdona los
pecados. La sangre que es verdadera bebida, que resucita y da la vida a lo que
está muerto por el pecado.
En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a
la dignidad, de la dignidad a la vergüenza, pedimos la gracia de sentir esa
misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo
ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta
sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos algún
pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente.
San Ignacio propone una imagen caballeresca propia
de su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede
ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados
(y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos
que «un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado
y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que de él primero recibió muchos
dones y muchas mercedes» (Ejercicios Espirituales, 74). No obstante, siguiendo
la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como
alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma
inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que no sólo
lo invita a seguirlo en su lucha, sino que lo pone al frente de sus compañeros.
¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante!
Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o
como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno
se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone:
no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados.
Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta
sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en
mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y
debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los
demás. Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de pescador, el
Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle por la confesión de
fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina duramente por la tentación de
escuchar la voz del mal espíritu al decirle que se aparte de la cruz. Lo
invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo,
para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser
pescador de hombres; lo interrogará prolijamente sobre su amor, haciéndole
sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, y también por tres veces
le confiará el pastoreo de sus ovejas.
Ahí tenemos que situarnos, en ese hueco en el que
conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. Sucios,
impuros, mezquinos, vanidosos, egoístas y, a la vez, con los pies lavados,
llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por
nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese
lugar. Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos alejamos como los
que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el corazón.
Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por
qué es tan fecunda esta tensión? Diría que es fecunda porque mantenerla nace de
una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad,
aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad. El
sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería que es
sinónimo de «animal». Pero los animales desconocen la misericordia «moral»,
aunque algunos puedan experimentar algo de esa compasión, como un perro fiel
que permanece al lado de su dueño enfermo. La misericordia es una conmoción que
toca las entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual
aguda —directa como un rayo, pero no por simple menos compleja—: uno intuye
muchas cosas cuando siente misericordia. Uno comprende, por ejemplo, que el
otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus
pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es un par, que él mismo
podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se
arregla sólo con justicia… En el fondo, uno se convence de que hace falta una misericordia
infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar tanto mal y tanto
sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos… Menos que
eso, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien
tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz
por mí!
Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se
rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa
de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra
libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es
misericordioso con quien es misericordioso (cf. Dt 5,10), como le dijo a
Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la
nuestra.
Podemos vivir mucho tiempo «sin» la misericordia del
Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla
explícitamente. Hasta que uno cae en la cuenta de que «todo es misericordia» y
llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba
tanto.
La miseria de la que hablamos es la miseria moral,
intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en
un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y
eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados
y para arrepentirse verdaderamente. Porque, en otros ámbitos, uno no se siente
tan libre ni siente que el pecado afecte toda su vida y, por tanto, no
experimenta su miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa
con esa condición. Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le pido
una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona sumida
en los dolores atroces de una enfermedad terminal.
El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra
es el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el
del Padre y el del Espíritu. Es un corazón que elige el camino más cercano y
que lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos,
toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más
personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con
su herida. La misericordia excede la justicia y lo hace saber y lo hace sentir;
queda implicado uno con el otro. Al dignificar, la misericordia eleva a aquel
hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al
misericordiado.
De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para
que se restaure todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad
perdida. Esto posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la
misericordia no tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero
le quita poder sobre el futuro, le quita poder sobre la vida que corre hacia
delante. La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a la
muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es para nada
ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que mira lo corta que es
la vida y todo el bien que queda por hacer. Por eso hay que perdonar
totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no pierda tiempo en culparse
y compadecerse de sí mismo y en lo que se perdió. En el camino de ir a curar a
otros, uno irá haciendo su examen de conciencia y, en la medida en que ayuda a
otros, reparará el mal que hizo. La misericordia es fundamentalmente
esperanzada.
Dejarse atraer y enviar por el movimiento del
corazón del Padre es mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad.
Dejarse atraer por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado
yendo a dar vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y
nos lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para llevar
vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados, frágiles y
heridos.
Un cura hablaba de una persona en situación de calle
que terminó viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia
amargura que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron
después. Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una
enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su nada y
en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado le pidió que
le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Y ese pedido de alguien
que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él, le abrió los ojos y el
corazón a un sentimiento poderosísimo de humanidad y a un deseo de ayudar al
otro y de dejarse ayudar él por Dios. De este modo, un sencillo acto de
misericordia lo conectó con la misericordia infinita, se animó a ayudar al otro
y luego se dejó ayudar él: murió confesado y en paz.
Así, los dejo con la parábola del padre
misericordioso, una vez que nos hemos «situado» en ese momento en que el hijo se
siente sucio y revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de
su padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser
misericordioso con todos en adelante. Ahí está el fuego que vino a traer Jesús
a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la llama, es que
alguno de los polos no permite el contacto. O la excesiva vergüenza, que no
«pela los cables» y, en vez de confesar abiertamente «hice esto y esto», se
tapa; o la excesiva dignidad, que toca las cosas con guantes.
Los excesos de la misericordia
El único exceso ante la excesiva misericordia de
Dios es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás. El
Evangelio nos muestra muchos lindos ejemplos de los que se exceden para
recibirla: el paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio
del sitio donde estaba predicando el Señor; el leproso, que deja a sus nueve
compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces y va a
ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que logra detener
a Jesús con sus gritos; la mujer hemorroisa, que en su timidez se las ingenia
para lograr una estrecha cercanía con el Señor y que, como dice el Evangelio,
cuando tocó el manto, el Señor sintió que salía de él una dynamis…; todos son
ejemplos de ese contacto que enciende un fuego y desencadena la dinámica, la
fuerza positiva de la misericordia. También está la pecadora, cuyas excesivas
muestras de amor al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con
sus cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y
por eso lo expresa así. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los
endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de
la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta. Esta es la
expresión: la misericordia nos hace pasar «de la distancia a la fiesta». Y esto
no se entiende si no es en clave de esperanza, en clave apostólica, en clave
del que es misericordiado para misericordiar.
Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la
misericordia, el Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los
viernes. Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su
pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el
pecado. Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato
distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos
imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él. Podemos
escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa
compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: «Pues yo (también) reconozco mi
culpa, tengo siempre presente mi pecado». Y a una voz, decir: «Contra ti,
Padre, contra ti solo pequé».
Rezamos desde esa tensión íntima que enciende la
misericordia, esa tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu
vista, borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el
hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve». Confianza
que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con
espíritu firme y enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a
ti».
Jubileo
de los sacerdotes: Segunda meditación del Papa- (Santa
María la Mayor)
2016-06-02 Radio Vaticano
El
receptáculo de la misericordia es nuestro pecado
(RV).- “El receptáculo de la Misericordia es nuestro pecado. Pero suele
suceder que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por
el que se escurre la gracia en poco tiempo”. Lo afirmó el Santo Padre
Francisco en su segunda meditación del Retiro
Espiritual dirigido a los seminaristas y presbíteros de todo el mundo en
el ámbito del Jubileo de los Sacerdotes y en vísperas de la
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada de
Santificación Sacerdotal.
En efecto, el primer jueves de junio a mediodía, el Obispo de
Roma ofreció su segunda meditación en la Basílica romana de Santa
María la Mayor sobre “el receptáculo de la Misericordia”.
El Papa habló de los corazones “recreados”, de nuestros santos que
recibieron la Misericordia y de María como “recipiente y fuente” de
Misericordia. De ahí su invitación a ser “con María signo y sacramento de la
Misericordia de Dios”.
Francisco recordó a los participantes algunos “modos” de mirar que
tiene Nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, “porque a través de
nosotros – dijo el Papa – quiere mirar a su gente”.
Y destacó que “María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su
regazo”. De manera que “Ella nos enseña que la única fuerza capaz de conquistar
el corazón de los hombres es la ternura de Dios”.
Otro modo de mirar de María – prosiguió explicando
el Pontífice – tiene que ver con el tejido, puesto que la Madre de
Dios mira “tejiendo”, viendo cómo puede combinar para el bien todas las cosas
que le trae su gente. Y recordó que a los obispos mexicanos les había dicho
precisamente que “en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de
las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la
Morenita”.
El tercer modo de mirar de la Virgen – añadió el Santo Padre –
es el de la atención. En efecto, “María mira con atención, se vuelca toda y se
involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos
para su hijito que le cuenta algo”. De donde se deduce la necesidad de
“aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en
la búsqueda de Dios”.
Por último – dijo el Papa Francisco – María mira de modo
“íntegro”, uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. “No tiene una
mirada fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad y capta lo más
necesario”.
(María Fernanda Bernasconi - RV).
Después de haber rezado sobre aquella dignidad
vergonzosa y vergüenza digna, que es precisamente la Misericordia, en el lugar
de la Misericordia, vamos adelante en esta meditación sobre el “receptáculo de
la Misericordia”. Es simple. Yo podría decir una frase e irme, porque es uno
solo: el receptáculo de la misericordia es nuestro pecado. Pero suele suceder
que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por el que se
escurre la gracia en poco tiempo: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me ha
abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas
agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2,13). De ahí la
necesidad que el Señor explicita a Pedro de «perdonar setenta veces siete».
Dios no se cansa de perdonar, sino que somos
nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón, ¿no? Dios no se cansa de
perdonar, aunque vea que su gracia pareciera que no termina de echar raíces
fuertes en la tierra de nuestro corazón, que es camino duro, lleno de maleza y
pedregoso. Es simplemente porque Dios no es pelagiano, y por esto no se cansa
de perdonar. Él vuelve a sembrar su misericordia y su perdón, y vuelve y vuelve
y vuelve… setenta veces siete.
Corazones recreados
Sin embargo, podemos dar un paso más en esta
misericordia de Dios que es siempre «más grande que nuestra conciencia» de
pecado. El Señor no sólo no se cansa de perdonarnos sino que renueva también el
odre en que recibimos su perdón. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su
misericordia, para que no sea como un remiendo ni un odre viejo. Y ese odre es
su misericordia misma: su misericordia en cuanto experimentada en nosotros
mismos y en cuanto la ponemos en práctica ayudando a otros. El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un
corazón nuevo, re-creado. Ese del que dice David: «Crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12).
Este corazón nuevo, re-creado, es un buen
recipiente. La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace decir esa
hermosa oración: «Oh Dios, tú que maravillosamente recreaste el universo, y más
maravillosamente lo recreaste en la redención» (Vigilia Pascual, Oración
después de la Primera Lectura). Por lo tanto, esta segunda creación es más
maravillosa que la primera. Es un corazón que se sabe recreado gracias a la
fusión de su miseria con el perdón de Dios: la fusión de su miseria con el
perdón de Dios; y, por eso, «es un corazón misericordiado y
misericordioso». Es así: experimenta los beneficios que la gracia tiene sobre
su herida y su pecado, siente cómo la misericordia pacifica su culpa, inunda
con amor su sequedad, reaviva su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y
con la misma gracia, perdona al que tiene alguna deuda con él y se compadece de
los que también son pecadores, esta misericordia arraiga en una tierra buena, en
la que el agua no se escurre sino que da vida.
En el ejercicio de esta misericordia que repara el
mal ajeno, nadie mejor que el que tiene fresca la sensación de haber sido misericordiado en el mismo mal para ayudar a curarlo.
Mírate a ti mismo. Acuérdate de tu historia. Cuéntate tu historia. Y allí
encontrarás tanta misericordia. Vemos cómo, entre los que trabajan en
adicciones, los que se han rescatado suelen ser los que mejor comprenden,
ayudan y exigen a los demás. Y el mejor confesor suele ser el que mejor se
confiesa. Y podemos hacernos la pregunta: ¿cómo me confieso yo? Casi todos los
grandes santos han sido grandes pecadores o, como santa Teresita, tenían
conciencia de que era pura gracia preveniente el hecho de que no lo hubieran
sido.
Así, el verdadero recipiente de la misericordia es
la misma misericordia que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón; ese
que es el «odre nuevo» del que habla Jesús (cf. Lc 5,37), el «hueco
sanado».
Nos situamos así en al ámbito del misterio del Hijo,
de Jesús, que es la misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva
del receptáculo de la misericordia la encontramos a través de las llagas del
Señor resucitado, imagen de la huella del pecado restaurado por Dios, que no se
borra totalmente ni supura: es cicatriz, no herida purulenta.
Las llagas del Señor, ¡eh! San Bernardo tiene dos
sermones bellísimos sobre las llagas del Señor. Allí, en las llagas del Señor
encontramos la misericordia. Él es valeroso, y dice: ¿Pero tú, te sientes
perdido? ¿Te sientes mal? Entra allí, entra en las vísceras del Señor y allí
encontrarás misericordia”.
En esa «sensibilidad» propia de las cicatrices, que
nos recuerdan la herida sin doler mucho y la curación sin que se nos olvide la
fragilidad, allí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras cicatrices.
Las llagas del Señor que permanecen ahora, se las ha llevado consigo. El cuerpo
bellísimo, los moretones no están, pero las llagas ha querido llevárselas
consigo. Y nuestras cicatrices. A todos nosotros nos sucede, cuando vamos a
hacer una visita médica y tenemos alguna cicatriz, el médico nos dice: “Pero,
esta intervención ¿por qué fue?, ¿no?
Miremos las cicatrices del alma: esta intervención
que has hecho tú, con tu misericordia, que has curado tú… En la sensibilidad de
Cristo resucitado que conserva sus llagas, no sólo en sus pies y en sus manos,
sino que también su corazón es un corazón llagado, encontramos el sentido justo
del pecado y de la gracia. Allí, en el corazón llagado. Contemplando el corazón
llagado del Señor nos espejamos en él. Se asemejan, nuestro corazón y el suyo,
en que los dos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro
amor y quedó llagado porque aceptó ser vulnerado; el nuestro, en cambio, era
pura llaga, que quedó sanada porque aceptó ser amada. En aquella aceptación se
hace el receptáculo de la Misericordia.
Nuestros santos recibieron la
Misericordia
Puede hacernos bien contemplar a otros que se
dejaron recrear el corazón por la misericordia y mirar en qué «receptáculo» la
recibieron.
Pablo la recibe en el receptáculo duro e inflexible
de su juicio moldeado por la Ley. Su dureza de juicio lo impulsaba a ser un
perseguidor. La misericordia lo transforma de tal manera que, a la vez que se
convierte en un buscador de los más alejados, de los de mentalidad pagana, por
otro lado es el más comprensivo y misericordioso para con los que eran como él
había sido. Pablo deseaba ser considerado anatema con tal de salvar a los
suyos. Su juicio se consolida «no juzgándose ni siquiera a sí mismo», dejándose
justificar por un Dios que es más grande que su conciencia, apelándose a
Jesucristo que es abogado fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La
radicalidad de los juicios de Pablo sobre la misericordia incondicional de Dios,
que supera la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes, (la de la
carne y la del Espíritu), es tal porque es el recipiente de una mente
susceptible a lo absoluto de la verdad, herida allí mismo donde la Ley y la Luz
se convierten en trampa. La famosa «espina» que el Señor no le quita es el
receptáculo en el que Pablo recibe la misericordia del Señor (cf. 2 Co 12,7).
Pedro recibe la misericordia en su presunción de
hombre sensato. Era sensato, con la sensatez maciza y trabajada de un pescador,
que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es la sensatez del
que, cuando se entusiasma con esto de caminar sobre las aguas y de tener pescas
milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo
puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber: la
más profunda. La de negar al amigo. Y lo han hecho Papa. Quizás el reproche de
Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que
Pablo sentía que él había sido el peor «antes» de conocer a Cristo; pero Pedro
lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí convirtió a
Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre
se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada – piedra débil
que, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil. Pedro es
el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. Es el más
bastoneado, ¡eh! Lo corrige constantemente, hasta aquel último: «A ti ¿qué te
importa? – hasta allí – tú sígueme a mí» (Jn 21,22). La
tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El
signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este
receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone
hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor.
Pedro no quiere terminar su vida diciendo: «Yo ya
aprendí la lección», sino diciendo: «Como mi cabeza nunca va a aprender, la
pongo para abajo». Arriba del todo, los pies que lavó el Señor. Esos pies son
para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su Amigo y Señor.
Juan será sanado en su soberbia de querer reparar el
mal con fuego y terminará siendo ese que escribe «hijitos míos», y se parece a
uno de esos abuelitos buenos que sólo hablan de amor, él, que era «el hijo del
trueno» (Mc 3,17).
Agustín fue sanado en su nostalgia de haber llegado
tarde a la cita: y esto lo hacía sufrir mucho; y en esta nostalgia fue curado.
«Tarde te amé», y encontrará esa manera creativa de llenar de amor el tiempo
perdido escribiendo sus Confesiones.
Francisco es misericordiado cada
vez más en muchos momentos de su vida. Quizás el receptáculo definitivo, que se
convirtió en llagas reales, haya sido, más que besar al leproso, desposarse con
la dama pobreza y sentir a toda creatura como hermana, el tener que custodiar
en silencio misericordioso a la Orden que había fundado. Aquí yo encuentro el
gran heroísmo de Francisco: el tener que custodiar “en misericordioso silencio”
a la Orden que había fundado. Este es el gran receptáculo de su misericordia.
Francisco ve cómo sus hermanos se dividen tomando como bandera la misma
pobreza. El demonio nos hace pelear entre nosotros no en defender las cosas más
santas – no en esto – pero «con mal espíritu»: ahí está ese.
Ignacio fue sanado en su vanidad, y si ese fue el
recipiente, podemos vislumbrar lo grande que era ese deseo de vanagloria que se
recreó en una tal búsqueda de la mayor gloria de Dios.
En el Diario de un cura rural, Bernanos nos relata
la vida de un cura de pueblo, inspirándose en la vida del Santo Cura de Ars.
Hay dos párrafos muy hermosos que narran los pensamientos íntimos del cura en
los últimos momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios
me conceda seguir sosteniendo la carga de la parroquia... – dice –
trataré de obrar menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo
para el presente. Esa especie de trabajo parece hecha a mi medida... Pues no
tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente probado
por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías».
Es decir, un recipiente de la misericordia pequeñito tiene que ver con las
minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, allí donde podemos recibir y
ejercer la misericordia infinita del Padre en gestos pequeños. Los pequeños
gestos de los sacerdotes, ¡eh! Los pequeños gestos de los sacerdotes…
El otro párrafo dice: «Todo ha terminado ya. La
especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse,
creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he
reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de
lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en
nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo,
como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Este es el
recipiente «amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros
dolientes de Jesucristo». Es un recipiente común, como un jarro viejo que
podemos pedir prestado a los más pobres.
El «Cura Brochero» – es un poco de mi patria, ¡eh! –
el beato argentino que pronto será canonizado, «se dejó trabajar el corazón por
la misericordia de Dios». Su receptáculo terminó siendo su propio cuerpo
leproso. Él, que soñaba con morir galopando, vadeando algún río de las sierras
para ir a dar la unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay
gloria cumplida en esta vida». Y esto nos hará pensar. «No hay gloria cumplida
en esta vida». Y «yo estoy muy conforme con lo que ha hecho conmigo respecto a
la vista y le doy muchas gracias por ello. La lepra lo había dejado ciego.
Cuando yo pude servir a la humanidad, me conservó íntegros y robustos mis
sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del
cuerpo. En este mundo no hay gloria cumplida, y estamos llenos de miserias».
Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por
eso, salir de sí es siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que
las bendiga y perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de
nosotros. Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros
hermanos. Era el cardenal Van Thuan el que decía que, en la cárcel, el Señor le
había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se había
dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se
dedicaba estando encarcelado (cf. Cinco panes y dos peces, Ciudad Nueva 2000).
Y así podemos continuar, con los santos, viendo cómo era el receptáculo de su
misericordia. Pero vayamos a la Virgen: estamos en su casa…
María como recipiente y fuente
de Misericordia
Subiendo por la escalera de los santos, en esto de
ir buscando los recipientes de misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es
el recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la
misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado que
llevó al hijo pródigo a la nada. Ella custodia en su plenitud una misericordia
a la vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Una misericordia muy
suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el Magníficat: se sabe
mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios
alcanza a todas las generaciones. Ella sabe ver las obras que esa misericordia
despliega y se siente «acogida», junto con todo Israel, por esa
misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa de la misericordia infinita
de Dios para con su pueblo. El suyo es el Magníficat de un corazón íntegro, no
agujereado, que mira la historia y a cada persona con su misericordia maternal.
En aquel rato a solas con María que me regaló el
pueblo mexicano, mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome
mirar por ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos
curas. Y lo he dicho tantas veces. Y en el discurso a los obispos les decía que
había reflexionado largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su
ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar por Dios. Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de
mirar que tiene nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.
María nos mira de
modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella
nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres
es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y
vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la
dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino – debilidad
omnipotente – que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa
irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero
2016).
Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es
«un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en
la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de
mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o
el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha
endurecido la mirada, por el trabajo, ¿no?, un poco de cansancio… sucede a
todos, ¡eh!, que se ha endurecido su mirada, que cuando ven a la gente sienten
fastidio o no sienten nada, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de
los más pequeños, de los más pequeños de su gente, que mendiga un regazo,
y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en
las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente,
que son las del Señor encarnado, y los curará de toda presbicia que se pierde
los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la
vida de la Iglesia y de la familia. La mirada de la Virgen cura.
Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el
tejido: María mira
«tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su
gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el
manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de
su gente, y ha tejido el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un
maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se
dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf. Isaac de
la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la
figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando
cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia.
No todos nos miran de la misma forma, del mismo
modo. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas. Un sacerdote,
un cura que se vuelve impermeable a las miradas está encerrado en sí mismo.
Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón,
resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los hombres
que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios. Si tú no eres capaz
de custodiar el rostro de los hombres que llaman a tu puerta, no serás capaz de
hablarles a ellos de Dios. Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos
cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles. La riqueza que tenemos
fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan, y
dicho encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de pastores»
(ibíd.). A sus obispos les decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes,
«que no los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad
que devora el corazón» (ibíd.). El mundo nos observa con atención pero para
«devorarnos», para volvernos consumidores… Todos necesitamos ser mirados con
atención, con interés gratuito, digamos.
«Ustedes estén atentos – les decía a los obispos – y
aprendan a leer las miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando
sientan el gozo de contar cuanto “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se
sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque “han
negado al Señor” (cf. Lc 22,61-62), y
también para sostener [...], en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido,
saldrá con Judas “en la noche” (cf. Jn 13,30).
En estas situaciones, que nunca falte la paternidad
de los obispos, para con sus sacerdotes. Y decía: animen la comunión entre
ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque
el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas» (ibíd.)
Por último, cómo mira María: María mira de modo «íntegro»,
uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. No tiene una mirada
fragmentada: la misericordia hace ver la totalidad y capta lo más necesario. Como María en Caná, que es capaz de «compadecerse» anticipadamente de lo
que acarreará la falta de vino en la fiesta de bodas y pide a Jesús que lo
solucione, sin que nadie se dé cuenta, así toda nuestra vida sacerdotal la
podemos ver como «anticipada por la misericordia» de María, que previendo
nuestras carencias ha provisto todo lo que tenemos. Todo lo que tenemos. Si
algo de «vino bueno» hay en nuestra vida, no es por mérito nuestro sino por su
«misericordia anticipada», esa que ya en el Magníficat canta cómo el Señor
«miró con bondad su pequeñez» y «se acordó de su (alianza de) misericordia»,
una «misericordia que se extiende de generación en generación» sobre sus pobres
y oprimidos (cf. Lc 1,46-55). La lectura que hace
María es la de la historia como misericordia.
Podemos terminar rezando la Salve Regina en cuyas
invocaciones late el espíritu del Magníficat. Ella es la Madre de misericordia,
vida, dulzura y esperanza nuestra. Y cuando ustedes, sacerdotes, tengan
momentos oscuros, feos, cuando no sepan cómo arreglárselas en lo más íntimo de
su corazón, no digo sólo “miren a la Madre”: eso lo tienen que hacer; sino
vayan allá y déjense mirar por Ella. En silencio, incluso adormeciéndose… Esto
hará que en aquellos momentos feos, quizás con tantos errores que han hecho y
que los han llevo allí, hará de toda esta suciedad receptáculo de misericordia.
Déjense mirar por la Virgen. Sus ojos misericordiosos son los que consideramos
el mejor recipiente de la misericordia, en el sentido de poder beber en ellos
esa mirada indulgente y buena de la que tenemos sed como sólo se puede tener
sed de una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver
las obras de la misericordia de Dios en la historia de los hombres y descubrir
a Jesús en sus rostros. En ella encontramos la tierra prometida – el reino de
la misericordia instaurado por el Señor – que viene, ya en esta vida, después
de cada destierro al que nos arroja el pecado. De su mano y agarrándonos de su
manto – yo en mi estudio tengo una bella imagen, que me ha regalado Rupnik: la
hizo él, de la “Synkatabasis”, y ella que hace descender a Jesús y las manos
son como escalones. Pero lo que me gusta más es que Jesús en una mano tiene la
plenitud de la Ley y con la otra se agarra del manto de la Virgen: también Él,
se ha tomado del manto de la Virgen. Y la tradición rusa, los monjes, los
viejos monjes rusos nos dicen que en las turbulencias espirituales es necesario
refugiarse debajo del manto de la Virgen. La primera antífona de Occidente es
ésta: “Sub tuum praesidium”, el manto de la Virgen. No tengas vergüenza: no
hagas grandes discursos; estar allí y dejarse cubrir, dejarse mirar. Y llorar.
Cuando encontramos a un sacerdote que es capaz de esto, de ir a la Madre y
llorar, con tantos pecados, yo puedo decir: es un buen sacerdote porque es un
buen hijo. Será un buen padre. Tomados de la mano por ella y bajo su mirada
podemos cantar con alegría las grandezas del Señor.
Podemos decirle: Mi alma te canta, Señor, porque
miraste con bondad la humildad y pequeñez de tu servidor. Feliz de mí, que he
sido perdonado. Tu misericordia, la que practicaste con todos tus santos y con
todo tu pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. He andado disperso,
buscándome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado ningún
trono, Señor, y mi única exaltación es que tu Madre me alce a su regazo, me
cubra con su manto y me ponga junto a su corazón. Quiero ser amado por ti como
uno más de los más humildes de tu pueblo, colmar con tu pan a los que tienen
hambre de ti. Acuérdate, Señor, de tu alianza de misericordia con tus hijos,
los sacerdotes de tu pueblo.
Que con María
seamos signo y sacramento de tu misericordia.
(from Vatican Radio)
Jubileo
de los sacerdotes: Tercera meditación del Papa
(San
Pablo Extramuros)
2016-06-02 Radio Vaticana
«El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia»
Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, con los ojos misericordiosos
de la Madre de Dios
(RV).- En el marco del Jubileo sacerdotal - en la
víspera de la Solemnidad del Sagradísimo Corazón de Jesús,
del Año Santo de la Misericordia, y de su culmen, con la Misa presidida por el
Papa Francisco en la Plaza de San Pedro, en el 160 aniversario de la
institución de esta solemnidad para la Iglesia universal – el Obispo de Roma
dedicó su tercera meditación a «El buen olor de Cristo y la
luz de su misericordia».
En la Basílica papal de San Pablo Extramuros, en el
tercer y último encuentro, del Retiro espiritual para los sacerdotes y
seminaristas, predicado por el Sucesor de Pedro, propuso «meditar con las obras
de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a
nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos
de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta»
y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» (cf. Jn 2,1-12), para que
su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita».
El buen olor de Cristo – el cuidado de los pobres – es distintivo de la
Iglesia, siempre lo ha sido, reiteró el Papa. Con el
Catecismo de la Iglesia Católica, recordó a santa Rosa de Lima, evocando luego
a san Pablo y a los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan:
«Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los
pobres» (Ga 2,10). El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia
por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los
fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos,
defenderlos y liberarlos» (n. 2448). En la Iglesia hemos tenido y tenemos
muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los
pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al
Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz».
«El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que
hace que la gente glorifique al Padre», reiteró el Papa, señalando que el
pueblo valora al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a
los pecadores, enseña y corrige con paciencia. Así como «el pueblo perdona a
los curas muchos defectos, salvo el estar apegados al dinero… porque el dinero
nos hace perder la riqueza de la misericordia».
El Papa Francisco alentó a pedir al Señor «una
mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras
de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y
gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos»
Y propuso « una oración con la
pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en
la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia».
Recordando el diálogo de Jesús con la mujer adúltera
y las palabras del Señor al paralítico de Betesda (Jn 5,14): «No peques más»,
el Obispo de Roma destacó el mandamiento «En adelante no peques más», «para
ayudar a andar», «para caminar en el amor»:
«Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques
más» de manera honda, personal.
Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la gente, es muy suya: él es
el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y acompaña
nuestra historia. Por eso, el objeto al que se
dirige la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre
o una mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios
los invita a andar. La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede
atrás, o se pase de vivo. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para
el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine
humildemente en presencia del Señor (cf. Mi 6,8), que no camine en la caridad
(cf. Ef 5,2)».
(CdM – RV)
«En nuestro tercer encuentro les propongo meditar con las obras
de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas,
la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas
juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen
descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos
diga» (cf. Jn 2,1-12), para que su misericordia obre los milagros que nuestro
pueblo necesita.
Las obras de misericordia están muy ligadas a los
«sentidos espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y gustar» el
Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el
Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de misericordia al
que está caído al lado del camino, podemos escuchar los gritos de Bartimeo;
podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su manto el toque tímido pero
decidido de la hemorroísa; podemos pedir la gracia de gustar con él en la cruz
el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el fuerte
olor de la miseria —en hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos
de gente—; ese olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al
ungirlo hace que se despierte una esperanza.
«Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de
Cristo»
El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las
obras de misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su
madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le
contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de
Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo —el cuidado de los pobres— es
distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su encuentro
con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «sólo
nos pidieron que nos acordáramos de los pobres» (Ga 2,10). El Catecismo dice
también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de
un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a
pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para
aliviarlos, defenderlos y liberarlos» (n. 2448).
En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no
tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de
misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos
lo hicieron de manera muy creativa y eficaz. El amor a los pobres ha sido el
signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestro pueblo valora
esto: al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los
pecadores, que enseña y corrige con paciencia... Nuestro pueblo perdona a los
curas muchos defectos, salvo el de estar apegados al dinero. Y no es tanto por
la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la
misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el pastor,
cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un funcionario o, peor aún,
en un mercenario, y cuáles son en cambio, no diría que pecados
secundarios, pero sí pecados que se pueden sobrellevar, cargar como una cruz,
hasta que el Señor los purifique al final, como hará con la cizaña. Sin
embargo, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal.
Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre
para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Y esto es así porque la
misericordia cura «perdiendo algo de sí»: un jirón del corazón se queda con el
herido, un tiempo de nuestra vida lo perdemos para lo que teníamos ganas de
hacer cuando se lo regalamos al otro.
La gracia de dejarnos
misericordiar por Dios
Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia
mí en alguna falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en
cuando yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado.
La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar por Dios
en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en
todo nuestro actuar.
Para nosotros, sacerdotes y obispos, que trabajamos
con los sacramentos bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía..., la
misericordia es la manera de convertir toda la vida del Pueblo de Dios en
sacramento. Ser misericordioso no es sólo un modo de ser, sino el modo de ser.
No hay otra posibilidad de ser sacerdote.
El Cura Brochero, que este año si Dios quiere será
canonizado, decía: «El sacerdote que no tiene mucha lástima de los pecadores es
medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen
sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, ni a cristiano llego».
La mirada de un padre: mirada
sacerdotal del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre
Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente
y, mejor aún, preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada
sacerdotal —del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre—,
que nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se debe enseñar
a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales.
Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que
aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de
misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y
gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice
Aparecida citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo
sabe que comprendemos su dolor» (n. 386). En nuestras obras.
La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es
que en nuestras obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y
encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente.
No así para otro tipo de proyectos, que a veces van
bien y otras no, sin que algunos se den cuenta de por qué no funciona y se
rompan la cabeza buscando un nuevo, enésimo, plan pastoral, cuando uno podría
decir sencillamente: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de
entrar en detalles. Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta
esa misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con una
clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra un futuro
para encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con una crítica
puntual...
Les propongo una oración con la pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para
pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la
dimensión social de las obras de misericordia.
Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer
adúltera: cómo, cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto
en que le pedían que se definiera —«¿hay que apedrearla o no?»—, no se definió,
no aplicó la ley. Se hizo el sordo y, en ese momento, les salió con otra cosa.
Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas
palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto
le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el
corazón. A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se apura
a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esta
frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que se saltó la ley.
Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un todo con sus acciones.
El hecho de agacharse para escribir en tierra dos
veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y luego
lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar
y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su interioridad y hace que los
que juzgan se retiren.
En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros
espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este
espacio que ha quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que
«no ve a nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar
alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te
“categorizaban”?» (la palabra es importante, ya que habla de eso que tanto
rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen...). Una vez que
la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que él tampoco lo
invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí mismo le abre otro
espacio libre: «En adelante no peques más». El mandamiento se da para adelante,
para ayudar a andar, para «caminar en el amor». Esta es la delicadeza de la
misericordia que mira con piedad lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no
peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a
poner en palabras lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es
como el «sí» de María a la gracia. El «no» va dicho en relación a la raíz del
pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la
que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. Por eso,
el Señor no sólo le despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que
deje de ser «objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar
no se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no
la deja hacer su vida. También le dice al paralítico de la piscina de Betesda:
«No peques más» (Jn 5,14). Pero a este —que se justificaba con las cosas
tristes que «le sucedían», que tenía una psicología de víctima— lo pincha un
poco con eso de que «no sea que te suceda algo peor». Aprovecha el Señor su
manera de pensar, aquello que teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade
con el susto, digamos. Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más»
de manera honda, personal».
Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la
gente, es muy suya: él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que
lleva adelante y acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige
la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre o una
mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios los
invita a andar. La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede
atrás, o se pase de vivo. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para
el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine
humildemente en presencia del Señor (cf. Mi 6,8), que no camine en la caridad
(cf. Ef 5,2).
El espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres
Y, hablando de espacio, vayamos al del confesionario. El Catecismo de la
Iglesia Católica nos hace ver el confesionario como un lugar en el que la
verdad nos hace libres para un encuentro: «Cuando celebra el sacramento de la
Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la
oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que
es-pera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace
acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una
palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de
Dios con el pecador» (n. 1465). Y nos recuerda que «el confesor no es dueño,
sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse
a la intención y a la caridad de Cristo» (n. 1466).
Signo e instrumento de un encuentro. Eso somos.
Atracción eficaz para un encuentro. Signo quiere decir que debemos atraer, como
cuando uno hace señales para llamar la atención. Un signo debe ser coherente y
claro, pero sobre todo comprensible. Porque hay signos que son claros sólo para
los especialistas. Signo e instrumento. El instrumento se juega la vida en su
eficacia, en estar a mano e incidir en la realidad de manera precisa, adecuada.
Somos instrumento si de verdad la gente se encuentra con el Dios
misericordioso. A nosotros nos toca «hacer que se encuentren», que queden
frente a frente. Lo que después hagan ellos es cosa suya. Hay un hijo pródigo
en el chiquero y un padre que sube todas las tardes a la terraza a ver si
viene; hay una oveja perdida y un pastor que ha salido a buscarla; hay un
herido tirado al borde del camino y un samaritano que tiene buen corazón. ¿Cuál
es, pues, nuestro ministerio? Ser signo e instrumento de que estos se
encuentren. Tengamos claro que nosotros no somos ni el padre, ni el pastor, ni
el samaritano. Más bien estamos del lado de los otros tres, en cuanto
pecadores. Nuestro ministerio tiene que ser signo e instrumento de ese
encuentro. Por eso, nos situamos en el ámbito del misterio del Espiritu Santo,
que es el que crea la Iglesia, el que hace la unidad, el que reaviva una y otra
vez el encuentro.
La otra cosa propia de un signo y de un instrumento
es su no autorreferencialidad, por decirlo en difícil. Nadie se queda en el signo una vez que
comprendió la cosa; nadie se queda mirando el destornillador ni el martillo,
sino que mira el cuadro que quedó bien fijado. Siervos inútiles somos. Esto es,
instrumento y signo que fueron muy útiles para otros dos que se fundieron en un
abrazo, como el padre con su hijo.
La tercera característica propia del signo y del
instrumento es su
disponibilidad. Que el instrumento esté a la
mano, que el signo sea visible. La esencia del signo y del instrumento es ser
mediadores. Quizás aquí está la clave de nuestra misión en este encuentro de la
misericordia de Dios con el hombre. Es más claro probablemente usar un término
negativo. San Ignacio hablaba de «no ser impedimento». Un buen mediador es el
que facilita las cosas y no pone impedimentos. En mi tierra había un gran
confesor, el padre Cullen, que se sentaba en el confesionario y hacía dos
cosas: una era arreglar pelotas de cuero para los chicos que jugaban al fútbol,
la otra era leer un gran diccionario chino. Él decía que, cuando la gente lo
veía en actividades tan inútiles, como arreglar pelotas viejas, y tan a largo
plazo, como leer un diccionario chino, pensaba: «Voy a acercarme a charlar un
poco con este cura, ya que se ve que no tiene nada que hacer». Estaba
disponible para lo esencial. Quitaba el impedimento de andar siempre con cara
de muy ocupado.
Todos nosotros hemos conocido buenos confesores. Hay
que aprender de nuestros buenos confesores, de aquellos a los que la gente se
les acerca, los que no la espantan y saben hablar hasta que el otro cuenta lo
que le pasa, como Jesús con Nicodemo. Si uno se acerca al confesionario es
porque está arrepentido, ya hay arrepentimiento. Y si se acerca es porque tiene
deseo de cambiar. O al menos deseo de deseo, si la situación le parece
imposible (ad impossibilia nemo tenetur, como dice el brocardo, nadie está
obligado a hacer lo imposible).
Hay que aprender de los buenos confesores, los que
tienen delicadeza con los pecadores y les basta media palabra para comprender
todo, como Jesús con la hemorroísa, y ahí precisamente les sale la fuerza del
perdón. La integridad de la confesión no es cuestión de matemáticas. A veces la
vergüenza se cierra más ante el número que ante el nombre del pecado mismo.
Pero para esto hay que dejarse conmover ante la situación de la gente, que a
veces es una mezcla de cosas, de enfermedad, de pecado y de condicionamientos
imposibles de superar, como Jesús, que se conmovía al ver a la gente, lo sentía
en las entrañas, en las tripas y por eso curaba y curaba, aunque el otro «no lo
pidiera bien», como aquel leproso, o diera vueltas como la Samaritana, que era
como el tero: chillaba en un lado pero tenía el nido en otro.
Hay que aprender de los confesores que saben hacer
que el penitente sienta la corrección dando un pasito adelante, como Jesús, que
daba una penitencia que bastaba, y sabía valorar al que volvía a dar gracias,
al que daba para más. Jesús hacía tomar la camilla al paralítico, o se hacía
rogar un poco por los ciegos o por la mujer sirofenicia. No le importaba si
después no le hacían caso, como el paralítico de Betesda, o si contaban cosas
que les había mandado que no contaran y luego parecía que el leproso era él,
porque no podía entrar en los poblados o sus enemigos encontraban motivos para
condenarlo. Él curaba, perdonaba, daba alivio, descanso, dejaba respirar a la
gente un hálito del Espíritu consolador.
Conocí en Buenos Aires a un fraile capuchino —un
poco menor que yo—que es un gran confesor. Siempre tiene delante del
confesionario una fila, mucha gente; sí, más y más gente, todo el día
confesando. Y él es un gran perdonador. Y perdona, pero, a veces, le agarran
escrúpulos de haber perdonado mucho. Y entonces, una vez, charlando, me dijo:
«A veces, tengo esos escrúpulos». Y yo le pregunté: «¿Y qué hacés cuando tenés
esos escrúpulos?». «Voy delante del sagrario, lo miro al Señor, y le digo:
“Señor, perdoname, hoy he perdonado mucho. Pero que quede claro, ¿eh?, que la
culpa la tenés vos porque me diste el mal ejemplo”». La misericordia la
mejoraba con más misericordia.
Por último, en esto de la confesión, dos consejos: Uno, no tengan
nunca la mirada del funcionario, del que sólo ve «casos» y se los quita de
encima. La misericordia nos libra de ser un cura
juez-funcionario, digamos, que de tanto juzgar «casos» pierde la sensibilidad
para las personas, para los rostros. La regla de Jesús es «juzgar como queremos
ser juzgados». En esa medida intima que uno tiene para juzgar si lo trataron
con dignidad, si lo ningunearon o lo maltrataron, si lo ayudaron a ponerse en
pie... —fijémonos en que el Señor confía en esa medida que es tan
subjetivamente personal— está la clave para juzgar a los demás. No tanto porque
esa medida sea «la mejor», sino porque es sincera y, a partir de ella, se puede
construir una buena relación. El otro consejo: No sean curiosos en el confesionario. Cuenta santa Teresita que, cuando recibía las confidencias de sus
novicias, se cuidaba muy bien de preguntar cómo había seguido la cosa. No
curioseaba el alma de la gente (cf. Historia de un alma, manuscrito C. A la
madre Gonzaga, c. XI 32 r). Es propio de la misericordia «cubrir con su manto»
el pecado para no herir la dignidad. Como los dos hijos de Noé, que cubrieron
con el manto la desnudez de su padre, que se había emborrachado (cf. Gn 9,23).
Dimensión social de las
obras de misericordia
Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la «contemplación para
alcanzar amor», que conecta lo vivido en la oración con la vida cotidiana. Y
nos hace reflexionar acerca de cómo el amor hay que ponerlo más en las obras
que en las palabras. Esas obras son las obras de misericordia, las que el Padre
«preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10), las que el Espíritu
inspira a cada uno para el bien común (cf. 1 Co 12, 7). A la vez que
agradecemos al Señor por tantos beneficios recibidos de su bondad, pedimos la
gracia de llevar a todos los hombres esa misericordia que nos ha salvado a
nosotros.
Les propongo meditar con alguno de los párrafos
finales de los Evangelios. Allí, el Señor mismo establece esa conexión entre lo
recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estos finales en clave de «obras de
misericordia», que ponen en acto el tiempo de la Iglesia en el que Jesús
resucitado vive, acompaña, envía y atrae nuestra libertad, que encuentra en él
su realización concreta y renovada cada día.
Mateo nos dice que el Señor envía a los apóstoles y
les dice: «Enseñen a guardar todo lo que yo les he mandado» (28,20). Este
«enseñar al que no sabe» es en sí mismo una de las obras de misericordia. Y se
multiplica como la luz en las demás obras: en las de Mateo 25, que tienen que
ver más con las obras así llamadas corporales, y en todos los mandamientos y
consejos evangélicos, de «perdonar», «corregir fraternalmente», consolar a los
tristes, soportar las persecuciones...
Marcos termina con la imagen del Señor que
«colabora» con los apóstoles y «confirma la Palabra con las señales que la
acompañan» (cf. 16,20). Esas «señales» tienen la característica de las obras de
misericordia. Marcos habla, entre otras cosas, de sanar a los enfermos y
expulsar a los malos espíritus (cf. 16,17-18).
Lucas continúa su Evangelio con el libro de los
«Hechos» —praxeis— de los apóstoles, narrando su modo de proceder y las obras
que hacen, guiados por el Espíritu.
Juan termina hablando de las «otras muchas cosas»
(21,25) o «señales» (20,30) que hizo Jesús. Los hechos del Señor, sus obras, no
son meros hechos sino que son signos en los que, de manera personal y única en
cada uno, se muestra su amor y su misericordia.
Podemos contemplar al Señor que nos envía a este
trabajo con la imagen de Jesús misericordioso, tal como se le reveló a sor
Faustina. En esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que
viene de la interioridad de Dios y que, al pasar por el corazón de Cristo, sale
diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.
Las obras de misericordia son infinitas, cada una
con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las
siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así
numeradas, son como las materias primas —las de la vida misma— que, cuando las
manos de la misericordia las tocan y las moldean, se convierten cada una de
ellas en una obra artesanal.
Una obra que se multiplica como el pan en las
canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la
misericordia es fecunda e inclusiva. Es verdad que solemos pensar en las obras
de misericordia de una en una, y en cuanto ligadas a una obra: hospitales para
los enfermos, comedores para los que tienen hambre, hospederías para los que
están en situación de calle, escuelas para los que tienen que educarse, el
confesionario y la dirección espiritual para el que necesita consejo y
perdón...
Pero, si las miramos en conjunto, el mensaje es que
el objeto de la misericordia es la vida humana misma y en su totalidad. Nuestra
vida misma en cuanto «carne» es hambrienta y sedienta, necesitada de vestido,
casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede darse a sí
mismo. Hasta el más rico, al morir, queda hecho una miseria y nadie lleva
detrás, en su cortejo, el camión de la mudanza.
Nuestra vida misma, en cuanto «espíritu», tiene
necesidad de ser educada, corregida y alentada (consolada). Necesitamos que
otros nos aconsejen, nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros.
La familia es la que practica estas obras de
misericordia de manera tan ajustada y desinteresada que no se nota, pero basta
que en una familia con niños pequeños falte la mamá para que todo se quede en
la miseria. La miseria más absoluta y crudelísima es la de un niño en la calle,
sin papás, a merced de los buitres.
Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento,
ahora se trata de «actuar», y no sólo de tener gestos sino de hacer obras, de
institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia. Puestos a obrar,
sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que moviliza y lleva adelante
estas obras. Y lo hace utilizando los signos e instrumentos que desea, aunque a
veces no sean los más aptos en sí mismos. Es más, se diría que para ejercitar
las obras de misericordia el Espíritu elige más bien los instrumentos más
pobres, los más humildes e insignificantes, los más necesitados ellos mismos de
ese primer rayo de la misericordia divina.
Estos son los que mejor se dejan formar y capacitar
para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La alegría de
sentirse «siervos inútiles», a los que el Señor bendice con la fecundidad de su
gracia, y que él mismo en persona sienta a su mesa y les ofrece la Eucaristía,
es una confirmación de estar trabajando en sus obras de misericordia.
A nuestro pueblo fiel le gusta unirse en torno a las
obras de misericordia. Tanto en las celebraciones —penitenciales y festivas—
como en la acción solidaria y formativa, nuestro pueblo se deja juntar y
pastorear de una manera que no todos advierten ni valoran, aunque fracasen
tantos otros planes pastorales centrados en dinámicas más abstractas.
La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en
nuestros santuarios y peregrinaciones, presencia anónima, pero anónima por
exceso de rostros y por el deseo de hacerse ver sólo por Aquel y Aquella que
los miran con misericordia, así como por la colaboración también numerosa que,
sosteniendo con su trabajo tanta obra solidaria, debe ser motivo de atención,
de valoración y de promoción por nuestra parte.
Como sacerdotes, pedimos dos gracias al Buen Pastor,
la de saber dejamos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también
por su «sentido del pobre». Ambos «sentidos» tienen que ver con su «sensus
Christi», con el amor y la fe que nuestro pueblo tiene por Jesús.
Terminamos rezando
el Alma de Cristo, que es una hermosa oración para
pedir misericordia al Señor venido en carne, que nos misericordea con su mismo
Cuerpo y Alma. Le pedimos que nos
misericordee junto con su pueblo: a su alma, le pedimos «santifícanos», a su
cuerpo, le suplicamos «sálvanos», a su sangre, le rogamos «embriáganos»,
quítanos toda otra sed que no sea de ti, al agua de su costado, le pedimos
«lávanos»; a su pasión le rogamos «confórtanos», consuela a tu pueblo, Señor
crucificado; en sus llagas suplicamos «hospédanos»... No permitas que tu
pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu
misericordia, que nos defiende de las insidias del enemigo maligno. Así
podremos cantar las misericordias del Señor junto con todos tus santos cuando
nos mandes ir a ti.
(from Vatican Radio)
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