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VÍA CRUCIS DEL PAPA FRANCISCO.
Coliseo
Romano, Viernes Santo,
18
abril 2014:
«EL ROSTRO DE CRISTO, EL ROSTRO DEL
HOMBRE»,
MEDITACIONES de S.E. Mons.
Giancarlo Maria BREGANTINI, Arzobispo de Campobasso-Boiano
INTRODUCCIÓN
«El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que atravesaron”» (Jn 19,35-37).
Dulce Jesús,
subiste al Gólgota sin titubear, como gesto de amor,
y te dejaste crucificar sin lamento.
Humilde hijo de María,
cargaste con nuestra noche
para mostrarnos con cuánta luz
querías henchir nuestro corazón.
En tu dolor, reside nuestra redención,
en tus lágrimas, se bosqueja la «hora»
en la que se desvela el amor gratuito de Dios.
Siete veces perdonados
en tus últimos suspiros de hombre entre los hombres,
nos devuelves a todos al corazón del Padre,
para indicarnos en tus últimas palabras
la vía redentora para todo nuestro dolor.
Tú, el plenamente encarnado, te anonadas en la cruz,
solamente comprendido por Ella, la Madre,
que permanecía fielmente al pie de aquel patíbulo.
Tu sed es fuente de esperanza siempre encendida,
mano tendida incluso para el malhechor arrepentido,
que hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en el paraíso.
Concédenos a todos nosotros, Señor Jesús crucificado,
tu infinita misericordia,
perfume de Betania en el mundo,
gemido de vida para la humanidad.
Y, confiados finalmente en las manos de tu Padre,
ábrenos la puerta de la vida que nunca muere. Amén.
subiste al Gólgota sin titubear, como gesto de amor,
y te dejaste crucificar sin lamento.
Humilde hijo de María,
cargaste con nuestra noche
para mostrarnos con cuánta luz
querías henchir nuestro corazón.
En tu dolor, reside nuestra redención,
en tus lágrimas, se bosqueja la «hora»
en la que se desvela el amor gratuito de Dios.
Siete veces perdonados
en tus últimos suspiros de hombre entre los hombres,
nos devuelves a todos al corazón del Padre,
para indicarnos en tus últimas palabras
la vía redentora para todo nuestro dolor.
Tú, el plenamente encarnado, te anonadas en la cruz,
solamente comprendido por Ella, la Madre,
que permanecía fielmente al pie de aquel patíbulo.
Tu sed es fuente de esperanza siempre encendida,
mano tendida incluso para el malhechor arrepentido,
que hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en el paraíso.
Concédenos a todos nosotros, Señor Jesús crucificado,
tu infinita misericordia,
perfume de Betania en el mundo,
gemido de vida para la humanidad.
Y, confiados finalmente en las manos de tu Padre,
ábrenos la puerta de la vida que nunca muere. Amén.
PRIMERA ESTACIÓN
Jesús condenado a muerte
El dedo acusador
«Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención
de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”.
Por tercera vez les dijo: “Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él
ninguna culpa que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo
soltaré”. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo
crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se
realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la
cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad» (Lc
23,20-25).
Un Pilato atemorizado que no busca la verdad, el
dedo acusador y el creciente clamor de la multitud, son los primeros pasos de
la muerte de Jesús. Inocente como un cordero cuya sangre salva a su pueblo. Ese
Jesús, que ha pasado entre nosotros curando y bendiciendo, es condenado ahora a
la pena capital. Ninguna palabra de gratitud por parte del gentío que, en
cambio, elige a Barrabás. Para Pilato, se convierte en un caso embarazoso. Lo
entrega a la muchedumbre y se lava las manos, enteramente apegado a su poder.
Lo entrega para que sea crucificado. No quiere saber nada de él. Para él, el
caso está cerrado.
La condena apresurada de Jesús acoge así las
acusaciones fáciles, los juicios superficiales entre la gente, las
insinuaciones y prejuicios, que cierran el corazón y se convierten en cultura
racista, de exclusión y descarte, con cartas anónimas y horribles calumnias. Si
acusados, se salta inmediatamente en primera página; si absueltos, se termina
en la última.
¿Y nosotros? ¿Sabremos tener una conciencia recta y
responsable, transparente, que nunca dé la espalda al inocente, sino que luche
con valor en favor de los débiles, resistiéndose a la injusticia y defendiendo
por doquier la verdad ultrajada?
ORACIÓN
Señor Jesús,
hay manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas.
Haz que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie.
Defiéndenos de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos a buscar siempre la verdad,
y a estar siempre de parte de los débiles.
Y concede tu luz a quien, por misión, debe juzgar en el tribunal,
para que emita siempre sentencias justas y verdaderas. Amén.
hay manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas.
Haz que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie.
Defiéndenos de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos a buscar siempre la verdad,
y a estar siempre de parte de los débiles.
Y concede tu luz a quien, por misión, debe juzgar en el tribunal,
para que emita siempre sentencias justas y verdaderas. Amén.
SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas
El pesado madero de la crisis
«Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el
leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Con sus heridas
fuisteis curados. Pues andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis
convertido al pastor y guardián de vuestras almas» (1 P 2,24-25).
Pesa el madero de la cruz, porque, en él, Jesús
lleva consigo todos nuestros pecados. Se tambalea bajo este peso, demasiado
grande para un solo hombre (cf. Jn 19,17).
Es también el peso de todas las injusticias que ha
causado la crisis económica, con sus graves consecuencias sociales:
precariedad, desempleo, despidos; un dinero que gobierna en lugar de servir, la
especulación financiera, el suicidio de empresarios, la corrupción y la usura,
las empresas que abandonan el propio país.
Esta es la pesada cruz del mundo del trabajo, la
injusticia en la espalda de los trabajadores. Jesús la carga sobre sus hombros
y nos enseña a no vivir más en la injusticia, sino a ser capaces, con su ayuda,
de crear puentes de solidaridad y esperanza, para no ser ovejas errantes ni
extraviadas en esta crisis.
Volvamos, pues, a Cristo, pastor y guardián de
nuestras almas. Luchemos juntos por el trabajo en reciprocidad, superando el
miedo y el aislamiento, recuperando la estima por la política y tratando de
solventar juntos los problemas.
La cruz, entonces, se hará más ligera, si la
llevamos con Jesús y la levantamos todos juntos, porque con sus heridas –
resquicios de luz – hemos sido curados.
ORACIÓN
Señor Jesús,
cada vez se hace más densa nuestra noche.
La pobreza se torna miseria.
No tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías.
Nuestro futuro es incierto. Vela por el trabajo que falta.
Despierta en nosotros el celo por la justicia,
para que no arrastremos la vida,
sino que la llevemos con dignidad. Amén.
cada vez se hace más densa nuestra noche.
La pobreza se torna miseria.
No tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías.
Nuestro futuro es incierto. Vela por el trabajo que falta.
Despierta en nosotros el celo por la justicia,
para que no arrastremos la vida,
sino que la llevemos con dignidad. Amén.
TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez
La fragilidad que se abre a la acogida
«Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros
dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue
traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro
castigo saludable cayó sobre él» (Is 53,4-5).
Es un Jesús frágil, muy humano, el que contemplamos
con asombro en esta estación de gran dolor. Pero es precisamente esta caída en
tierra lo que revela aún más su inmenso amor. Está acorralado por el gentío,
aturdido por los gritos de los soldados, cubierto por las llagas de la
flagelación, lleno de amargura interior por la inmensa ingratitud humana. Y
cae. Cae por tierra.
Pero en esta caída, en este ceder al peso y la
fatiga, Jesús vuelve a ser una vez más maestro de vida. Nos enseña a aceptar nuestras
fragilidades, a no desanimarnos por nuestros fallos, a reconocer con lealtad
nuestras limitaciones: «El deseo del bien está a mi alcance – dice san Pablo –
pero no el realizarlo» (Rm 7,18).
Con esta fuerza interior que viene del Padre, Jesús
también nos ayuda a aceptar las debilidades de los demás; a no indignarnos con
quien ha caído, a no ser indiferentes con quien cae. Y nos da la fuerza para no
cerrar la puerta a quien llama a nuestra casa pidiendo asilo, dignidad y
patria. Conscientes de nuestra fragilidad, acogeremos entre nosotros la
fragilidad de los emigrantes, para que encuentren seguridad y esperanza.
En efecto, en el agua sucia del cántaro del
Cenáculo, es decir, en nuestra fragilidad, es donde se refleja el verdadero
rostro de nuestro Dios. Por eso, «todo espíritu que confiesa a Jesucristo
venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4,2).
ORACIÓN
Señor Jesús,
que te has humillado para rescatar nuestra debilidad,
haznos capaces de entrar en una verdadera comunión
con nuestros hermanos más pobres.
Arranca de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia,
que nos impide reconocerte en los emigrantes,
para dar testimonio de que tu Iglesia no tiene fronteras,
sino que es verdadera madre de todos. Amén.
que te has humillado para rescatar nuestra debilidad,
haznos capaces de entrar en una verdadera comunión
con nuestros hermanos más pobres.
Arranca de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia,
que nos impide reconocerte en los emigrantes,
para dar testimonio de que tu Iglesia no tiene fronteras,
sino que es verdadera madre de todos. Amén.
CUARTA ESTACIÓN
Jesús se encuentra con la Madre
Lágrimas solidarias
«Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:
“Mira, este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y
será como un signo de contradicción: así quedará clara la actitud de muchos
corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,34-35). «Llorad con
los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros» (Rm
12,15-16).
Este encuentro de Jesús con María, su madre, está
cargado de emoción, de lágrimas amargas. En él se expresa la fuerza invencible
del amor materno, que supera todo obstáculo y sabe abrir caminos. Pero
impresiona aún más la mirada solidaria de María, que comparte e infunde fuerza
al Hijo. Nuestro corazón se llena así de asombro al contemplar la grandeza de
María, precisamente en su hacerse, ella misma criatura, «prójimo» para con su
Dios y su Señor.
Ella recoge las lágrimas de todas las madres por sus
hijos lejanos, por los jóvenes condenados a muerte, asesinados o enviados a la
guerra, especialmente por los niños soldados. En ellas escuchamos el lamento
desgarrador de las madres por sus hijos, moribundos a causa de tumores
producidos por la quema de residuos tóxicos.
¡Qué lágrimas tan amargas! ¡Solidaridad en compartir
la ruina de los hijos! Madres que velan en la noche, con las luces encendidas,
temblando por los jóvenes abrumados por la inseguridad o en las garras de la
droga y el alcohol, especialmente las noches del sábado.
Junto a María, nunca seremos un pueblo huérfano.
Nunca olvidados. Como a san Juan Diego, María también nos ofrece a nosotros la
caricia de su consuelo materno, y nos dice: «No se turbe tu corazón […] ¿No
estoy yo aquí, que soy tu Madre?» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).
ORACIÓN
Salve, Madre,
dame tu santa bendición.
Bendíceme, a mí y a toda mi casa.
Dígnate ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré,
unido a tus méritos y a los de tu santísimo Hijo.
Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis cosas a tu servicio,
poniéndome por entero bajo tu manto.
Obtén para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo,
y haz que, en este día,
no haga nada que desagrade a Dios.
Te lo pido por tu Inmaculada Concepción
y tu intacta virginidad. Amén
(San Gaspar Bertoni).
dame tu santa bendición.
Bendíceme, a mí y a toda mi casa.
Dígnate ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré,
unido a tus méritos y a los de tu santísimo Hijo.
Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis cosas a tu servicio,
poniéndome por entero bajo tu manto.
Obtén para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo,
y haz que, en este día,
no haga nada que desagrade a Dios.
Te lo pido por tu Inmaculada Concepción
y tu intacta virginidad. Amén
(San Gaspar Bertoni).
QUINTA ESTACIÓN
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
La mano amiga que levanta
«A uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de
Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz» (Mc
15,21).
Simón de Cirene pasa casualmente por allí. Pero se
convierte en un encuentro decisivo en su vida. Él volvía del campo. Hombre de
fatigas y vigor. Por eso se le obligó a llevar la cruz de Jesús, condenado a
una muerte infame (cf. Flp 2,8).
Pero este encuentro, el principio casual, se
trasformará en un seguimiento decisivo y vital de Jesús, llevando cada día su
cruz, negándose a sí mismo (cf. Mt 16,24-25). En efecto, Simón es recordado por
Marcos como el padre de dos cristianos conocidos en la comunidad de Roma:
Alejandro y Rufo. Un padre que ha impreso ciertamente en el corazón de los
hijos la fuerza de la cruz de Jesús. Porque la vida, si uno se aferra demasiado
a ella, enmohece y se agosta. Pero si la ofrece, florece y se convierte en
espiga de grano, para él y para toda la comunidad.
En esto radica la verdadera cura de nuestro egoísmo,
siempre al acecho. La relación con el otro nos rehabilita y crea una hermandad
mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que
sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que puede soportar las penas de la
vida, apoyándose en el amor de Dios. Sólo con el corazón abierto al amor
divino, me veo impulsado a buscar la felicidad de los demás en tantos gestos de
voluntariado: una noche en el hospital, un préstamo sin intereses, una lágrima
enjugada en familia, la gratuidad sincera, el compromiso con altas miras por el
bien común, el compartir el pan y el trabajo, venciendo toda forma de recelo y
envidia.
El mismo Jesús nos lo recuerda: «Lo que hicisteis
con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
ORACIÓN
Señor Jesús,
en el Cireneo amigo vibra el corazón de tu Iglesia,
que se hace refugio de amor para cuantos tienen sed de ti.
La ayuda fraterna es la clave para atravesar juntos la puerta de la Vida.
No permitas que nuestro egoísmo nos haga pasar de largo,
y ayúdanos a derramar el ungüento de consolación en las heridas de los otros,
para hacernos compañeros leales de camino,
sin evasivas y sin cansarnos nunca de optar por la fraternidad. Amén.
SEXTA ESTACIÓN
Verónica enjuga el rostro de Jesús
La ternura femenina
«Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro
buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que
tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal
26,8-9).
Jesús se arrastra con dificultad, jadeando. Pero la
luz de su rostro se mantiene intacta. No hay ofensa que pueda oponerse a su
belleza. Los salivazos no la han empañado. Los golpes no han conseguido
quebrarla. Este rostro se parece a una zarza ardiente que, cuanto más se le
ultraja, más consigue emanar una luz de salvación. De los ojos del Maestro
manan lágrimas silenciosas. Lleva el peso del abandono. Sin embargo, Jesús
avanza, no se detiene, no vuelve atrás. Afronta la opresión. Está turbado por
la crueldad, pero él sabe que su muerte no será en vano.
Jesús, entonces, se detiene ante una mujer que viene
a su encuentro sin titubeos. Es la Verónica, verdadera imagen femenina de la
ternura.
El Señor encarna aquí nuestra necesidad de gratuidad
amorosa, de sentirnos amados y protegidos por gestos de solicitud y de
cuidados. Las caricias de esta criatura se empapan de la sangre preciosa de
Jesús y parecen purificarlo de las profanaciones recibidas en aquellas horas de
tortura. La Verónica consigue tocar al dulce Jesús, rozar su candor. No sólo
para aliviar, sino para participar en su sufrimiento.
Reconoce en Jesús a cada
prójimo que ha de consolar, con un toque de ternura, para entrar en el gemido
de dolor de los que hoy no reciben asistencia ni calor de compasión. Y mueren
de soledad.
ORACIÓN
Señor Jesús,
¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del abandono,
¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del abandono,
que también tú sufriste injustamente.
Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno. Amén.
Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno. Amén.
SÉPTIMA ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez
La angustia de la cárcel y de la tortura
«Me rodeaban cerrando el cerco… Me rodeaban como
avispas, ardiendo como el fuego en las zarzas, en el nombre del Señor los
rechacé. Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó… Me
castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte»(Sal
117,11.12-13.18).
En Jesús se cumplen verdaderamente las antiguas
profecías del Siervo humilde y obediente, que carga sobre sus hombros toda
nuestra historia de dolor. Y así, Jesús, llevado a empellones, se desploma por
la fatiga y la opresión, rodeado, circundado por la violencia, ya sin fuerzas.
Cada vez más solo, cada vez más en la oscuridad. Lacerado en la carne, con los
huesos magullados.
En él reconocemos la amarga experiencia de los
detenidos en prisión, con todas sus contradicciones inhumanas. Rodeados y
cercados, «empujados para derribarlos». A la cárcel se la mantiene aún hoy
demasiado lejana, olvidada, rechazada por la sociedad civil. Hay absurdos de la
burocracia, lentitud de la justicia. El hacinamiento es una doble pena, un
dolor agravado, una opresión injusta, que desgasta la carne y los huesos.
Algunos – demasiados – no sobreviven… Y aun cuando un hermano nuestro sale, lo
seguimos considerando «ex recluso», cerrándole así las puertas del rescate
social y laboral.
Pero más grave es la tortura, por desgracia muy
practicada en varias partes de la tierra de muchos modos. Como lo fue para
Jesús, también él golpeado, humillado por la soldadesca, torturado con la
corona de espinas, azotado con crueldad.
Ante esta caída, cómo nos percatamos de la verdad de
aquellas palabras de Jesús: «Estuve en la cárcel y no me visitasteis» (Mt
25,36). En toda cárcel, junto a cada torturado, siempre está él, el Cristo que
sufre, encarcelado y torturado. Aunque probados duramente, él es nuestra ayuda,
para no ser entregados al miedo. Sólo juntos nos levantamos, acompañados por
agentes apropiados, apoyados en la mano fraterna de los voluntarios y
rescatados de una sociedad civil que hace suyas las muchas injusticias
cometidas dentro de los muros de una prisión.
ORACIÓN
Señor Jesús,
una conmoción indecible me embarga
al verte postrado en tierra por mí.
No hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados, incongruencias, debilidades.
Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los juicios,
tú nos has bendecido para siempre.
Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por tierra, contigo, rescatados de la condena.
Haz que no eludamos nuestras responsabilidades,
concédenos vivir en tu humillación, a salvo de toda pretensión de omnipotencia,
para renacer a una vida nueva como criaturas hechas para el cielo. Amén.
una conmoción indecible me embarga
al verte postrado en tierra por mí.
No hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados, incongruencias, debilidades.
Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los juicios,
tú nos has bendecido para siempre.
Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por tierra, contigo, rescatados de la condena.
Haz que no eludamos nuestras responsabilidades,
concédenos vivir en tu humillación, a salvo de toda pretensión de omnipotencia,
para renacer a una vida nueva como criaturas hechas para el cielo. Amén.
OCTAVA ESTACIÓN
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Compartir, no sólo conmiseración
Compartir, no sólo conmiseración
«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por
vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28).
Las figuras femeninas en el camino del dolor se
presentan como antorchas encendidas. Mujeres de fidelidad y valor que no se
dejan intimidar por los guardias ni escandalizar por las llagas del Buen
Maestro. Están dispuestas a encontrarlo y consolarlo. Jesús está allí, ante
ellas. Hay quien lo pisotea mientras cae por tierra agotado. Pero las mujeres
están allí, listas para darle ese cálido latido que el corazón ya no puede
contener. Antes lo observan desde lejos, pero luego se acercan, como hace el
amigo, el hermano o hermana cuando se da cuenta de las dificultades del ser
querido.
Jesús se impresiona por su llanto amargo, pero les
exhorta a no desgastar el corazón en verlo tan maltratado, a no ser mujeres que
lloran, sino creyentes. Pide un dolor compartido y no una conmiseración
sollozante. No más lamentos, sino deseos de renacer, de mirar hacia adelante,
de proceder con fe y esperanza hacia esa aurora de luz que surgirá aún más
cegadora sobre la cabeza de quienes caminan con los ojos puestos en Dios.
Lloremos por nosotros mismos si aún no creemos en ese Jesús que nos ha
anunciado el Reino de la salvación. Lloremos por nuestros pecados no
confesados.
Y lloremos también por esos hombres que descargan
sobre las mujeres la violencia que llevan dentro. Lloremos por las mujeres
esclavizadas por el miedo y la explotación. Pero no basta compungirse y sentir
compasión. Jesús es más exigente. Las mujeres deben ser amadas como un don
inviolable para toda la humanidad. Para hacer crecer a nuestros hijos, en
dignidad y esperanza.
ORACIÓN
Señor Jesús,
frena la mano que ataca a las mujeres.
Libera su corazón del abismo de la desesperación
cuando se convierten en víctimas de la violencia.
Enjuga su llanto cuando se encuentran solas.
Y abre nuestro corazón para compartir todo dolor,
con sinceridad y fidelidad,
más allá de la compasión natural,
para hacernos instrumentos de la verdadera liberación. Amén.
frena la mano que ataca a las mujeres.
Libera su corazón del abismo de la desesperación
cuando se convierten en víctimas de la violencia.
Enjuga su llanto cuando se encuentran solas.
Y abre nuestro corazón para compartir todo dolor,
con sinceridad y fidelidad,
más allá de la compasión natural,
para hacernos instrumentos de la verdadera liberación. Amén.
NOVENA ESTACIÓN
Jesús cae por tercera vez
Superar la nociva nostalgia
«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la
aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el
peligro?, ¿la espada?… Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que
nos ha amado» (Rm 8,35.37).
San Pablo enumera sus pruebas, pero sabe que Jesús
ha pasado antes por ellas, que en el camino hacia el Gólgota cayó una, dos,
tres veces. Destrozado por la tribulación, la persecución, la espada; oprimido
por el madero de la cruz. Exhausto. Parece decir, como nosotros en tantos
momentos de oscuridad: «¡Ya no puedo más!».
Es el grito de los perseguidos, los moribundos, los
enfermos terminales, los oprimidos por el yugo.
Pero en Jesús se ve también su fuerza: «Si hace
sufrir, se compadece» (Lm 3,32). Nos muestra que en la aflicción siempre está
su consuelo, un «más allá» que se entrevé en la esperanza. Como la poda de la
vid que el Padre celestial, con sabiduría, hace precisamente con los sarmientos
que dan fruto (cf. Jn 15,8). Nunca para cercenar, sino siempre para rebrotar.
Como una madre cuando llega su hora: se inquieta, gime, sufre en el parto. Pero
sabe que son los dolores de la nueva vida, de la primavera en flor,
precisamente por esa poda.
Que la contemplación de Jesús caído, pero capaz de
ponerse en pie, nos ayude a vencer la congoja que el temor por el mañana
imprime en nuestro corazón, especialmente en este tiempo de crisis. Superemos
la nociva nostalgia del pasado, la comodidad del inmovilismo, del «siempre se
ha hecho así». Ese Jesús que se tambalea y cae, pero que luego se levanta, es
la certeza de una esperanza que, alimentada por la oración intensa, nace
precisamente durante la prueba, y no después de la prueba ni sin prueba. Por la
fuerza de su amor, saldremos más que victoriosos.
ORACIÓN
Señor Jesús,
te rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del pueblo
y asígnales un puesto de honor.
Quiebra el arco de los fuertes y reviste a los débiles de vigor,
porque sólo tú nos haces ricos precisamente con tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9). Amén.
te rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del pueblo
y asígnales un puesto de honor.
Quiebra el arco de los fuertes y reviste a los débiles de vigor,
porque sólo tú nos haces ricos precisamente con tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9). Amén.
DÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es despojado de las vestiduras
La unidad y la dignidad
«Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron
su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica.
Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se
dijeron: “No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca”. Así
se cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi
túnica”. Esto hicieron los soldados»(Jn 19,23-24).
No dejaron ni un trozo de tela que cubriera el
cuerpo de Jesús. Lo despojaron. No tenía manto ni túnica, ningún vestido. Lo
desnudaron como un acto de humillación extrema. Sólo le cubría la sangre, que
borbotaba de sus numerosas heridas.
La túnica queda intacta: es símbolo de la unidad de
la Iglesia, una unidad que se ha de recobrar mediante un camino paciente, una
paz artesana, construida día a día en un tejido recompuesto con los hilos de
oro de la fraternidad, en un clima de reconciliación y perdón mutuo.
En Jesús, inocente, despojado y torturado,
reconocemos la dignidad violada de todos los inocentes, especialmente de los
pequeños. Dios no impidió que su cuerpo despojado fuera expuesto en la cruz. Lo
hizo para rescatar todo abuso injustamente cubierto, y demostrar que él, Dios,
está irrevocablemente y sin medias tintas de parte de las víctimas.
ORACIÓN
Señor Jesús,
queremos volver a ser inocentes como niños,
para poder entrar en el reino de los cielos,
purificados de nuestra suciedad y de nuestros ídolos.
Retira de nuestro pecho el corazón de piedra de las divisiones,
que hacen a tu Iglesia poco creíble.
Danos un corazón nuevo y un espíritu nuevo,
para vivir según tus preceptos
y observar y poner en práctica tus leyes. Amén.
queremos volver a ser inocentes como niños,
para poder entrar en el reino de los cielos,
purificados de nuestra suciedad y de nuestros ídolos.
Retira de nuestro pecho el corazón de piedra de las divisiones,
que hacen a tu Iglesia poco creíble.
Danos un corazón nuevo y un espíritu nuevo,
para vivir según tus preceptos
y observar y poner en práctica tus leyes. Amén.
UNDÉCIMA ESTACIÓN
Jesús clavado en la cruz
En el lecho de los enfermos
«Lo crucificaron y se repartieron sus ropas,
echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana
cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey
de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a
su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: “Lo consideraron como un
malhechor”» (Mc 15,24-28).
Y lo crucificaron. La pena de los infames, de los
traidores, de los esclavos rebeldes. Esta es la pena que se aplica a nuestro
Señor Jesús: ásperos clavos, dolor lacerante, la congoja de la madre, la vergüenza
de verse acomunado a dos bandidos, la ropa repartida entre los soldados como un
botín, la burlas crueles de quienes pasaban por allí: «A otros ha salvado y él
no se puede salvar…, que baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mt 27,42).
Y lo crucificaron. Jesús no desciende, no abandona
la cruz. Permanece obediente hasta el fin a la voluntad del Padre. Ama y
perdona.
También hoy, como Jesús, muchos hermanos y hermanas
nuestros están clavados al lecho de dolor, en hospitales, asilos de ancianos,
en nuestras familias. Es el tiempo de la prueba, de días amargos, de soledad e
incluso de desesperación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt
27,46).
Que nuestra mano nunca sea para clavar, sino siempre
para acercar, consolar y acompañar a los enfermos, levantándolos de su lecho de
dolor. La enfermedad no pide permiso. Llega siempre de improviso. A veces
trastoca, limita los horizontes, pone a dura prueba la esperanza. Su hiel es
amarga. Sólo si tenemos junto a nosotros a alguien que nos escucha, que nos es
cercano, que se sienta en nuestro lecho…, entonces la enfermedad puede
convertirse en una gran escuela de sabiduría, en encuentro con el Dios
paciente. Cuando alguno toma sobre sí nuestra enfermedad por amor, también la
noche del dolor se abre a la luz pascual de Cristo crucificado y resucitado. Lo
que humanamente es una condena, puede transformarse en un ofrecimiento redentor
por el bien de nuestras comunidades y familias. A ejemplo de los Santos.
ORACIÓN
Señor Jesús,
no te alejes de mí,
siéntate en mi lecho de dolor y hazme compañía.
No me dejes solo, tiende tu mano y levántame.
Yo creo que tú eres el Amor,
y creo que tu voluntad es la expresión de tu amor;
por eso me encomiendo a tu voluntad,
porque me confío a tu amor. Amén.
no te alejes de mí,
siéntate en mi lecho de dolor y hazme compañía.
No me dejes solo, tiende tu mano y levántame.
Yo creo que tú eres el Amor,
y creo que tu voluntad es la expresión de tu amor;
por eso me encomiendo a tu voluntad,
porque me confío a tu amor. Amén.
DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús muere en la cruz
El suspiro de las siete palabras
«Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba
cumplido, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un
jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña
de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo:
“Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,28-30).
Las siete palabras de Jesús en la cruz son una obra
maestra de esperanza. Jesús, lentamente, con pasos que también son los
nuestros, atraviesa toda la oscuridad de la noche, para abandonarse confiado en
los brazos del Padre. Es el gemido de los moribundos, el grito de los
desesperados, la invocación de los perdedores. Es Jesús.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
(Mt 27,46). Es el grito de Job, de todo hombre bajo el peso de la desgracia. Y
Dios guarda silencio. Calla porque su respuesta está allí, en la cruz: él
mismo, Jesús, es la respuesta de Dios, Palabra eterna encarnada por amor.
«Acuérdate de mí…» (Lc 23,42). La invocación
fraterna del malhechor, convertido en compañero de dolor, llega al corazón de
Jesús, que siente en ella el eco de su propio dolor. Y Jesús acoge la súplica:
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,42-43). El dolor del otro nos redime
siempre, porque nos hace salir de nosotros mismos.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo…» (Jn 19,26). Pero es
su Madre, María, que estaba con Juan al pie de la cruz, rompiendo el acoso del
miedo. La llena de ternura y esperanza. Jesús ya no se siente solo. Como nos
pasa a nosotros cuando junto al lecho del dolor está quien nos ama. Fielmente.
Hasta el final.
«Tengo sed» (Jn 19,28). Como el niño pide de beber a
su mamá; como el enfermo abrasado por la fiebre… La sed de Jesús es la todos
los sedientos de vida, de libertad, de justicia. Y es la sed del mayor de los
sedientos, Dios, que infinitamente más que nosotros tiene sed de nuestra
salvación.
«Está cumplido» (Jn 19,30). Todo cumplido: cada
palabra, cada gesto, cada profecía, cada instante de la vida de Jesús. El tapiz
está completo. Los mil colores del amor lucen ahora con hermosura. Nada se ha
desperdiciado. Nada se ha desechado. Todo se ha convertido en amor. Todo está
cumplido, para mí y para ti. Y, así, también el morir tiene un sentido.
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
(Lc 23,34). Ahora, heroicamente, Jesús sale del miedo a la muerte. Porque si
vivimos en el amor gratuito, todo es vida. El perdón renueva, sana, transforma
y consuela. Crea un pueblo nuevo. Frena las guerras.
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc
23,46). Ya no más desesperación ante la nada. Más bien plena confianza en sus
manos de Padre, recostado en su corazón. Porque, en Dios, cada fragmento se
compone finalmente en unidad.
ORACIÓN
Oh Dios, que
en la pasión de Cristo nuestro Señor,
nos has liberado de la muerte, heredad del antiguo pecado,
transmitida a todo el género humano,
renuévanos a imagen de tu Hijo;
y, así como hemos llevado en nosotros por nacimiento
la imagen del hombre terrenal,
haz que, por la acción de tu Espíritu,
llevemos la imagen del hombre celestial.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
nos has liberado de la muerte, heredad del antiguo pecado,
transmitida a todo el género humano,
renuévanos a imagen de tu Hijo;
y, así como hemos llevado en nosotros por nacimiento
la imagen del hombre terrenal,
haz que, por la acción de tu Espíritu,
llevemos la imagen del hombre celestial.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
El amor es más fuerte de la muerte
«Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea,
llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a
pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran» (Mt 27,57-58).
Antes de ser puesto en la tumba, Jesús es entregado
finalmente a su Madre. Es el icono de un corazón destrozado, que nos dice cómo
la muerte no impide el último beso de la madre a su hijo. Postrada ante el
cuerpo de Jesús, María se encadena a él en un abrazo total. Este icono se llama
simplemente «Piedad». Es desgarrador, pero demuestra que la muerte no quiebra
el amor.
Porque el amor es más fuerte que la muerte. El amor puro es
perdurable. Ha llegado la tarde. La batalla está vencida. El amor no se ha
truncado. Quién está dispuesto a sacrificar su vida por Cristo, la encontrará.
Transfigurada más allá de la muerte.
En esta trágica entrega, se mezclan lágrimas y
sangre. Como en la vida de nuestras familias, atribuladas a veces por pérdidas
imprevistas y dolorosas, creando un vacío insalvable, sobre todo cuando muere
un niño.
Piedad, entonces, significa hacerse cercanos de los
hermanos en luto y que no se resignan. Es una caridad muy grande cuidar de
quien está sufriendo en el cuerpo llagado, en la mente deprimida, en el ánimo
desesperado. Amar hasta el final es la suprema enseñanza que nos han dejado
Jesús y María. Y la misión fraterna diaria de consuelo, que se nos entrega en
este abrazo fiel entre Jesús muerto y su Madre Dolorosa.
ORACIÓN
Oh, Virgen de
los Dolores,
que en nuestros santuarios nos muestras tu rostro de luz,
mientras que con los ojos hacia el cielo
y las manos abiertas
ofreces al Padre un signo de ofrenda sacerdotal,
la víctima redentora de tu Hijo Jesús.
Muéstranos la dulzura del último fiel abrazo
y danos tu maternal consuelo,
para que el dolor cotidiano
nunca apague la esperanza de vida más allá de la muerte. Amén.
que en nuestros santuarios nos muestras tu rostro de luz,
mientras que con los ojos hacia el cielo
y las manos abiertas
ofreces al Padre un signo de ofrenda sacerdotal,
la víctima redentora de tu Hijo Jesús.
Muéstranos la dulzura del último fiel abrazo
y danos tu maternal consuelo,
para que el dolor cotidiano
nunca apague la esperanza de vida más allá de la muerte. Amén.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Jesús es puesto en el sepulcro
El jardín nuevo
Jesús es puesto en el sepulcro
El jardín nuevo
«Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron,
y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía… Allí
pusieron a Jesús» (Jn 19,41-42).
Aquel jardín, donde se encuentra la tumba en la que
Jesús fue sepultado, recuerda otro jardín: el Jardín del Edén. Un jardín que, a
causa de la desobediencia, perdió su belleza y se convirtió en desolación,
lugar de muerte en vez de vida.
Las ramas silvestres que nos impiden respirar la
voluntad de Dios, como el apego al dinero, la soberbia, el derroche de la vida,
se han de cortar e injertarlas ahora en el madero de la cruz. Este es el nuevo
jardín: la cruz plantada en la tierra.
Desde allí, Jesús puede ahora llevar todo a la vida.
Cuando retorne de los abismos infernales, donde Satanás ha encerrado a muchas
almas, comenzará la renovación de todas las cosas. Aquel sepulcro representa el
fin del hombre viejo. Y, como para Jesús, Dios tampoco ha permitido para
nosotros que sus hijos fueran castigados con la muerte definitiva. La muerte de
Cristo abate todos los tronos del mal, basados en la codicia y la dureza de
corazón.
La muerte nos desarma, nos hace entender que estamos
expuestos a una existencia terrenal que termina. Pero, ante ese cuerpo de Jesús
puesto en el sepulcro, tomamos conciencia de lo que somos: criaturas que, para
no morir, necesitan a su Creador.
El silencio que rodea ese jardín nos permite
escuchar el susurro de una suave brisa: «Yo soy el que vive, y yo estoy con
vosotros» (cf. Ex 3,14). El velo del templo se rasgó. Finalmente vemos el
rostro de nuestro Señor. Y conocemos plenamente su nombre: misericordia y
fidelidad, para no quedar nunca confusos, ni siquiera ante la muerte, porque el
Hijo de Dios fue libre en medio de los muertos (cf. Sal 87,6 Vulg.).
ORACIÓN
Protégeme, oh
Dios, en ti me refugio.
Tú eres mi heredad y mi copa,
en tus manos está mi vida.
Te pongo siempre ante mí, como mi Señor,
contigo a mi derecha, no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se regocija mi alma,
y también mi carne descansa segura.
No abandones mi vida en el abismo
ni dejes a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. Amén.
(cf. Sal 15)
Tú eres mi heredad y mi copa,
en tus manos está mi vida.
Te pongo siempre ante mí, como mi Señor,
contigo a mi derecha, no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se regocija mi alma,
y también mi carne descansa segura.
No abandones mi vida en el abismo
ni dejes a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. Amén.
(cf. Sal 15)
PALABRAS DE FRANCISCO AL FINALIZAR
EL VIA CRUCIS
Francisco ha realizado una oración,
pidiendo al Señor:
El mal no tiene la última palabra sino el Amor, la Misericordia, el
Perdón
“El
mal no tiene la última palabra sino el Amor, la Misericordia, el Perdón”. Lo
dijo el Papa Francisco en una breve meditación al finalizar el tradicional Vía
Crucis en el Coliseo de Roma, este Viernes Santo, ante la presencia de más de
40 mil personas.
“Dios – dijo el Papa – ha puesto sobre la Cruz de Jesús todo el peso de
nuestros pecados, todas las injusticias perpetradas por cada Caín contra su
hermano, toda la amargura de la traición de Judas y de Pedro, toda la vanidad
de los prepotentes, toda la arrogancia de los falsos amigos. Era una Cruz
pesada, como la noche de las personas abandonadas. Pesada como la muerte de las
personas queridas, pesada porque resume toda la fealdad del mal”.
“No obstante – prosiguió el Santo Padre – es también una Cruz gloriosa como el
alba de una noche larga, porque representa en todo el amor de Dios que es más
grande de nuestras iniquidades y de nuestras traiciones.
En la Cruz, vemos la
monstruosidad de hombre, cuando se deja guiar por el mal; pero vemos también la
inmensidad de la misericordia de Dios que no nos trata según nuestros pecados,
sino según su misericordia.
De frente a la Cruz de Jesús, vemos casi hasta
tocar con las manos cuánto somos amados eternamente; de frente a la Cruz nos
sentimos ‘hijos’ y no ‘cosas’ u objetos, como afirmaba San Gregorio Nacianceno
dirigiéndose a Cristo con esta oración:
Si no existieras tú, oh
mi Cristo, me sentiría criatura acabada. He nacido y me siento disolver. Como, duermo,
descanso y camino, me enfermo y me curo. Me asaltan innumerables afanes y
tormentos, gozo del sol y de cuánto fructifica la tierra. Después muero y la
carne se convierte en polvo como la de los animales, que no tienen pecados.
Pero yo, ¿qué tengo más que ellos? Nada sino Dios, si no existieras tú, oh
Cristo mío, me sentiría criatura acabada”.
“Oh nuestro Jesús – prosiguió el Papa – guíanos desde la Cruz hasta la resurrección y enséñanos que el mal no tendrá la última palabra, sino el Amor, la Misericordia y el Perdón.
“Oh nuestro Jesús – prosiguió el Papa – guíanos desde la Cruz hasta la resurrección y enséñanos que el mal no tendrá la última palabra, sino el Amor, la Misericordia y el Perdón.
Oh Cristo, ayúdanos a exclamar nuevamente: ‘ayer
estaba crucificado con Cristo, hoy soy glorificado con Él. Ayer había muerto
con Él, hoy estoy vivo con Él. Ayer estaba sepultado con Él, hoy he resucitado
con Él’.
Finalmente, todos juntos recordemos a los enfermos, recordemos a todas
las personas abandonadas bajo el peso de la Cruz, para que encuentren en la
prueba de la Cruz la fuerza de la esperanza, de la esperanza de la Resurrección
y del amor de Dios.
"Enséñanos que el
mal no tendrá la última palabra, sino el amor, la misericordia y el
perdón". Recordemos a los enfermos, a las personas abandonadas bajo el peso de la Cruz, "para que
encuentren en la prueba de la Cruz la fuerza de la esperanza, la esperanza de
la Resurrección y del amor de Dios".
PREPARA LA PASCUA
¡CON TU
VICTORIA,
SEÑOR!
Saldremos de la oscuridad de la noche
a un inmenso paraíso en el que, sólo, existe el día
Con tu victoria sobre el pecado
intentaremos ser mejores buscando lo santo y bueno
Con tu victoria sobre el mal
nos alejaremos de los senderos que alejan de Ti
De la tiniebla que nos confunde
Del error que nos debilita
De la desilusión que nos paraliza
¡CON TU VICTORIA, SEÑOR!
Nuestro cuerpo, además de humanidad,
destilará ansias de eternidad
De una nueva ciudad y de un nuevo rostro
de un mañana mejor y de una felicidad fecunda
de un futuro en el que, de verdad,
podamos decir que somos felices
¡CON TU VICTORIA, SEÑOR!
La muerte será una siesta de una tarde
un descanso para levantarnos en mañana de Pascua
un silencio para, luego, explotar en palabras de
gloria
una humillación para, a tu voz,
estallar en existencia sin tregua, final ni llanto
¡CON TU VICTORIA, SEÑOR!
Se alegra tu Iglesia toda
esa Iglesia que, de tu costado,
sabe nutrirse de la fortaleza para el duro combate
Se asombra tu Iglesia toda
al verse inundados los ojos de sus hijos
por tan luminosa claridad de tu Pascua
¡CON TU VICTORA, SEÑOR!
¡SIEMPRE TU VICTORIA!
Nos trae juventud y anhelos de justicia
de futuro sin nubarrones a nuestra existencia
Nos lleva, oh Señor, a descubrir que DIOS
aguarda con los brazos abiertos
a todos los que en la tierra le buscan y no le
olvidan
¡TU VICTORIA, SEÑOR!
Javier Leoz
JMP+
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