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MEMORIA DE LA
VIRGEN DEL ROSARIO
07/10/2016
Queridos amigos, la Iglesia
celebra hoy la memoria de Santa María Virgen del Rosario.
Esta antigua oración ha sido
siempre muy amada por los santos y los pontífices. Por ejemplo, San Juan Pablo
II promovió incesantemente el rezo del rosario, y nos dejó esta confidencia:
"El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de
tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he
encontrado consuelo".
Y también: "El Rosario es mi
oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su
profundidad".
En el mismo sentido se ha
expresado el Papa Francisco, que dice:
"El Rosario es la oración
que acompaña siempre mi vida; es también la oración de los sencillos y de los
santos... es la oración de mi corazón".
En diversas ocasiones el Papa
Francisco ha querido recordar la importancia y la belleza de la oración del
santo Rosario: "Recitando el Avemaría, se nos conduce a contemplar los
misterios de Jesús, a reflexionar sobre los momentos centrales de su vida, para
que, como para María y san José, Él sea el centro de nuestros pensamientos, de
nuestras atenciones y acciones".
"Sería hermoso si... se
recitara el santo rosario o alguna oración a la Virgen María juntos en familia,
con los amigos, en la parroquia... La oración que se hace juntos es un momento
precioso para hacer aún más sólida la vida familiar, la amistad".
En un comentario les dejamos un
enlace a la página del sitio oficial de la Santa Sede donde aquellos que lo
deseen pueden encontrar explicaciones sobre el modo de rezar el rosario.
"El rosario es la historia de la misericordia de Dios"
Todos rezaron juntos el rosario,
y luego el Papa, explicó el significado de esta oración.
El domingo el Papa clausuró el
Jubileo dedicado a la Virgen María con esta Misa. Recordó que el Evangelio del
domingo narraba la curación de diez leprosos. El Papa destacó que ellos, igual
que la Virgen María, hicieron con fe lo que Dios les pedía.
También recordó que de los diez
que se curaron, sólo se acordó de dar las gracias a Jesús uno.
"Pidamos a Nuestra Señora
que nos ayude a comprender que todo es un regalo de Dios y a saber dar gracias.
Entonces nuestra alegría será plena”.
El Papa dialogó con los peregrinos
preguntándoles si estaban preparados para recibir los regalos de Dios o
si en cambio preferían quedarse atrapados en la seguridad del dinero o sus
planes personales.
Además, les aconsejó aferrarse a
la fe sencilla de María y volver a Jesús agradeciendo Su Misericordia.
“María, memoria perenne de Cristo,
riqueza de la misericordia”, el Papa en la Vigilia Mariana
2016-10-08 Radio Vaticana
(RV).- “A lo largo de su vida, María ha
realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo… María
expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una
de las necesidades cotidianas”, lo dijo el Papa Francisco a los participantes
en la Vigilia de Oración Mariana en la Plaza de San Pedro, reunidos con ocasión
del Jubileo Mariano.
El evento jubilar que inició este
7 de octubre, con la Solemne Celebración Eucarística en la Basílica de Santa
María la Mayor, y culminará el próximo domingo, con la Santa Misa presidida por
el Santo Padre en la Plaza de San Pedro.
En su homilía, el Obispo de Roma
recordó los momentos fundamentales de la vida de Jesús, en compañía de María.
“Con la mente y el corazón hemos ido a los días del cumplimiento de la misión
de Cristo en el mundo. La Resurrección como signo del amor extremo del Padre –
afirmó el Papa – que devuelve vida a todo y es anticipación de nuestra
condición futura. La Ascensión como participación de la gloria del Padre, donde
también nuestra humanidad encuentra un lugar privilegiado. Pentecostés,
expresión de la misión de la Iglesia en la historia hasta el fin de los
tiempos, bajo la guía del Espíritu Santo. Además, agregó el Pontífice, en los
dos últimos misterios hemos contemplado a la Virgen María en la gloria del
Cielo, ella que desde los primeros siglos ha sido invocada como Madre de la
Misericordia.
Por muchos aspectos, la oración
del Rosario – señaló el Obispo de Roma – es la síntesis de la historia de la
misericordia de Dios que se transforma en historia de salvación para quienes se
dejan plasmar por la gracia. “Los misterios que contemplamos son gestos
concretos en los que se desarrolla la actuación de Dios para con nosotros. Por
medio de la plegaria y de la meditación de la vida de Jesucristo, volvemos a
ver su rostro misericordioso que sale al encuentro de todos en las diversas
necesidades de la vida. María nos acompaña en este camino, indicando al Hijo
que irradia la misericordia misma del Padre”.
Además, dijo el Santo Padre,
María nos permite comprender lo que significa ser discípulo de Cristo. Ella fue
elegida desde siempre para ser la Madre, aprendió a ser discípula. “Su primer
acto fue ponerse a la escucha de Dios. Obedeció al anuncio del Ángel y abrió su
corazón para acoger el misterio de la maternidad divina. Siguió a Jesús,
escuchando cada palabra que salía de su boca; conservó todo en su corazón y se
convirtió en memoria viva de los signos realizados por el Hijo de Dios para
suscitar nuestra fe”.
Antes de concluir su homilía, el
Papa Francisco invocó a nuestra tierna Madre del cielo, con la oración más
antigua con la que los cristianos se dirigen a ella, sobre todo en los momentos
de dificultad y de martirio. “Invoquémosla – dijo el Papa – con la certeza de
saber que somos socorridos por su misericordia maternal, para que ella,
gloriosa y bendita, sea protección, ayuda y bendición en todos los días de
nuestra vida”.
(Renato Martinez – Radio
Vaticano)
Texto de la
homilía del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas
En esta Vigilia hemos recorrido
los momentos fundamentales de la vida de Jesús, en compañía de María. Con la
mente y el corazón hemos ido a los días del cumplimiento de la misión de Cristo
en el mundo. La Resurrección como signo del amor extremo del Padre que devuelve
vida a todo y es anticipación de nuestra condición futura. La Ascensión como
participación de la gloria del Padre, donde también nuestra humanidad encuentra
un lugar privilegiado. Pentecostés, expresión de la misión de la Iglesia en la
historia hasta el fin de los tiempos, bajo la guía del Espíritu Santo. Además,
en los dos últimos misterios hemos contemplado a la Virgen María en la gloria
del Cielo, ella que desde los primeros siglos ha sido invocada como Madre de la
Misericordia.
Por muchos aspectos, la oración
del Rosario es la síntesis de la historia de la misericordia de Dios que se
transforma en historia de salvación para quienes se dejan plasmar por la
gracia. Los misterios que contemplamos son gestos concretos en los que se
desarrolla la actuación de Dios para con nosotros. Por medio de la plegaria y
de la meditación de la vida de Jesucristo, volvemos a ver su rostro
misericordioso que sale al encuentro de todos en las diversas necesidades de la
vida. María nos acompaña en este camino, indicando al Hijo que irradia la
misericordia misma del Padre. Ella es en verdad la Odigitria, la Madre que
muestra el camino que estamos llamados a recorrer para ser verdaderos
discípulos de Jesús. En cada misterio del Rosario la sentimos cercana a
nosotros y la contemplamos como la primera discípula de su Hijo, la que cumple
la voluntad del Padre (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21).
La oración del Rosario no nos
aleja de las preocupaciones de la vida; por el contrario, nos pide encarnarnos
en la historia de todos los días para saber reconocer en medio de nosotros los
signos de la presencia de Cristo. Cada vez que contemplamos un momento, un
misterio de la vida de Cristo, estamos invitados a comprender de qué modo Dios
entra en nuestra vida, para luego acogerlo y seguirlo. Descubrimos así el
camino que nos lleva a seguir a Cristo en el servicio a los hermanos. Cuando
acogemos y asimilamos dentro de nosotros algunos acontecimientos destacados de
la vida de Jesús, participamos de su obra de evangelización para que el Reino
de Dios crezca y se difunda en el mundo. Somos discípulos, pero también somos
misioneros y portadores de Cristo allí donde él nos pide estar presentes. Por
tanto, no podemos encerrar el don de su presencia dentro de nosotros. Por el
contrario, estamos llamados a hacer partícipes a todos de su amor, su ternura,
su bondad y su misericordia. Es la alegría del compartir que no se detiene ante
nada, porque conlleva un anuncio de liberación y de salvación.
María nos permite comprender lo
que significa ser discípulo de Cristo. Ella fue elegida desde siempre para ser
la Madre, aprendió a ser discípula. Su primer acto fue ponerse a la escucha de
Dios. Obedeció al anuncio del Ángel y abrió su corazón para acoger el misterio
de la maternidad divina. Siguió a Jesús, escuchando cada palabra que salía de
su boca (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21); conservó todo en su corazón
(cf. Lc 2,19) y se convirtió en memoria viva de los signos realizados por el
Hijo de Dios para suscitar nuestra fe. Sin embargo, no basta sólo escuchar.
Esto es sin duda el primer paso, pero después lo que se ha escuchado es
necesario traducirlo en acciones concretas. El discípulo, en efecto, entrega su
vida al servicio del Evangelio.
De este modo, la Virgen María
acudió inmediatamente a donde estaba Isabel para ayudarla en su embarazo (cf.
Lc 1,39-56); en Belén dio a luz al Hijo de Dios (cf. Lc 2,1-7); en Caná se
ocupó de los dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,1-11); en el Gólgota no retrocedió
ante el dolor, sino que permaneció ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se
convirtió en Madre de la Iglesia (cf. Jn 19,25-27); después de la Resurrección,
animó a los Apóstoles reunidos en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que
los transformó en heraldos valientes del Evangelio (cf. Hch 1,14). A lo largo
de su vida, María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria
perenne de Cristo. En su fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para
obedecer a Dios; en su abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a
las necesidades de los demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para
consolar a cuantos sufren. En cada uno de estos momentos, María expresa la
riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las
necesidades cotidianas.
Invoquémosla con la certeza de saber que somos socorridos por su
misericordia maternal, para que ella, «gloriosa y bendita», sea protección,
ayuda y bendición en todos los días de nuestra vida: «Bajo tu amparo nos
acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en
nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, Oh Virgen
gloriosa y bendita».
(from Vatican Radio)
El Evangelio de este domingo nos
invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de Dios. En el camino
que lo lleva a la muerte y a la resurrección, Jesús encuentra a diez leprosos
que salen a su encuentro, se paran a lo lejos y expresan a gritos su desgracia
ante aquel hombre, en el que su fe ha intuido un posible salvador: «Jesús,
maestro, ten compasión de nosotros» (Lc 17,13). Están enfermos y buscan a
alguien que los cure. Jesús les responde y les indica que vayan a presentarse a
los sacerdotes que, según la Ley, tenían la misión de constatar una eventual
curación. De este modo, no se limita a hacerles una promesa, sino que pone a
prueba su fe. De hecho, en ese momento ninguno de los diez ha sido curado
todavía. Recobran la salud mientras van de camino, después de haber obedecido a
la palabra de Jesús. Entonces, llenos de alegría, se presentan a los sacerdotes,
y luego cada uno se irá por su propio camino, olvidándose del Donador, es decir
del Padre, que los ha curado a través de Jesús, su Hijo hecho hombre.
Sólo uno es la excepción: un
samaritano, un extranjero que vive en las fronteras del pueblo elegido, casi un
pagano. Este hombre no se conforma con haber obtenido la salud a través de su
propia fe, sino que hace que su curación sea plena, regresando para manifestar
su gratitud por el don recibido, reconociendo que Jesús es el verdadero
Sacerdote que, después de haberlo levantado y salvado, puede ponerlo en camino
y recibirlo entre sus discípulos.
Qué importante es saber agradecer
al Señor, saber alabarlo por todo lo que hace por nosotros. Y así, nos podemos
preguntar: ¿Somos capaces de saber decir gracias? ¿Cuántas veces nos decimos
gracias en familia, en la comunidad, en la Iglesia? ¿Cuántas veces damos
gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos acompaña
en la vida? Con frecuencia damos todo por descontado. Y lo mismo hacemos
también con Dios. Es fácil ir al Señor para pedirle algo, pero regresar a darle
las gracias… Por eso Jesús remarca con fuerza la negligencia de los nueve
leprosos desagradecidos: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve,
¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
(Lc 17,17-18).
En esta jornada jubilar se nos
propone un modelo, más aún, el modelo que debemos contemplar: María, nuestra
Madre. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, dejó que brotara de
su corazón un himno de alabanza y acción de gracias a Dios: «Proclama mi alma
la grandeza del Señor…». Pidamos a la Virgen que nos ayude a comprender que
todo es don de Dios, y a saber agradecer: entonces, os lo aseguro, nuestra
alegría será plena. Sólo quien sabe agradecer experimenta una plena alegría.
Para saber agradecer se necesita
también la humildad. En la primera lectura hemos escuchado el episodio singular
de Naamán, comandante del ejército del rey de Aram (cf. 2 R 5,14-17). Enfermo
de lepra, acepta la sugerencia de una pobre esclava y se encomienda a los
cuidados del profeta Eliseo, que para él es un enemigo. Sin embargo, Naamán
está dispuesto a humillarse. Y Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena
que se sumerja en las aguas del río Jordán. Esa indicación desconcierta a
Naamán, más aún, lo decepciona: ¿Pero puede ser realmente Dios uno que pide
cosas tan insignificantes? Quisiera irse, pero después acepta bañarse en el
Jordán, e inmediatamente se curó.
El corazón de María, más que
ningún otro, es un corazón humilde y capaz de acoger los dones de Dios. Y Dios,
para hacerse hombre, la eligió precisamente a ella, a una simple joven de
Nazaret, que no vivía en los palacios del poder y de la riqueza, que no había
hecho obras extraordinarias. Preguntémonos ―nos hará bien― si estamos
dispuestos a recibir los dones de Dios o si, por el contrario, preferimos
encerrarnos en las seguridades materiales, en las seguridades intelectuales, en
las seguridades de nuestros proyectos
Es significativo que Naamán y el
samaritano sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e incluso personas de
otras religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces olvidamos o
descuidamos. El que vive a nuestro lado, tal vez despreciado y discriminado por
ser extranjero, puede en cambio enseñarnos cómo avanzar por el camino que el
Señor quiere. También la Madre de Dios, con su esposo José, experimentó el
estar lejos de su tierra. También ella fue extranjera en Egipto durante un
largo tiempo, lejos de parientes y amigos. Su fe, sin embargo, fue capaz de
superar las dificultades. Aferrémonos fuertemente a esta fe sencilla de la
Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre a Jesús y a
darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia.
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sábado, 15 de octubre de 2016
JUBILEO MARIANO. MEMORIA VIRGEN DEL ROSARIO: 7-10-2016. VIGILIA MARIANA: 8-10-2016. SANTA MISA DEL JUBILEO MARIANO: 9-10-2016.
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MEMORIA DE LA
VIRGEN DEL ROSARIO
07/10/2016
Queridos amigos, la Iglesia
celebra hoy la memoria de Santa María Virgen del Rosario.
Esta antigua oración ha sido
siempre muy amada por los santos y los pontífices. Por ejemplo, San Juan Pablo
II promovió incesantemente el rezo del rosario, y nos dejó esta confidencia:
"El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de
tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he
encontrado consuelo".
Y también: "El Rosario es mi
oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su
profundidad".
En el mismo sentido se ha
expresado el Papa Francisco, que dice:
"El Rosario es la oración
que acompaña siempre mi vida; es también la oración de los sencillos y de los
santos... es la oración de mi corazón".
En diversas ocasiones el Papa
Francisco ha querido recordar la importancia y la belleza de la oración del
santo Rosario: "Recitando el Avemaría, se nos conduce a contemplar los
misterios de Jesús, a reflexionar sobre los momentos centrales de su vida, para
que, como para María y san José, Él sea el centro de nuestros pensamientos, de
nuestras atenciones y acciones".
"Sería hermoso si... se
recitara el santo rosario o alguna oración a la Virgen María juntos en familia,
con los amigos, en la parroquia... La oración que se hace juntos es un momento
precioso para hacer aún más sólida la vida familiar, la amistad".
En un comentario les dejamos un
enlace a la página del sitio oficial de la Santa Sede donde aquellos que lo
deseen pueden encontrar explicaciones sobre el modo de rezar el rosario.
"El rosario es la historia de la misericordia de Dios"
Todos rezaron juntos el rosario,
y luego el Papa, explicó el significado de esta oración.
El domingo el Papa clausuró el
Jubileo dedicado a la Virgen María con esta Misa. Recordó que el Evangelio del
domingo narraba la curación de diez leprosos. El Papa destacó que ellos, igual
que la Virgen María, hicieron con fe lo que Dios les pedía.
También recordó que de los diez
que se curaron, sólo se acordó de dar las gracias a Jesús uno.
"Pidamos a Nuestra Señora
que nos ayude a comprender que todo es un regalo de Dios y a saber dar gracias.
Entonces nuestra alegría será plena”.
El Papa dialogó con los peregrinos
preguntándoles si estaban preparados para recibir los regalos de Dios o
si en cambio preferían quedarse atrapados en la seguridad del dinero o sus
planes personales.
Además, les aconsejó aferrarse a
la fe sencilla de María y volver a Jesús agradeciendo Su Misericordia.
“María, memoria perenne de Cristo,
riqueza de la misericordia”, el Papa en la Vigilia Mariana
2016-10-08 Radio Vaticana
(RV).- “A lo largo de su vida, María ha
realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo… María
expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una
de las necesidades cotidianas”, lo dijo el Papa Francisco a los participantes
en la Vigilia de Oración Mariana en la Plaza de San Pedro, reunidos con ocasión
del Jubileo Mariano.
El evento jubilar que inició este
7 de octubre, con la Solemne Celebración Eucarística en la Basílica de Santa
María la Mayor, y culminará el próximo domingo, con la Santa Misa presidida por
el Santo Padre en la Plaza de San Pedro.
En su homilía, el Obispo de Roma
recordó los momentos fundamentales de la vida de Jesús, en compañía de María.
“Con la mente y el corazón hemos ido a los días del cumplimiento de la misión
de Cristo en el mundo. La Resurrección como signo del amor extremo del Padre –
afirmó el Papa – que devuelve vida a todo y es anticipación de nuestra
condición futura. La Ascensión como participación de la gloria del Padre, donde
también nuestra humanidad encuentra un lugar privilegiado. Pentecostés,
expresión de la misión de la Iglesia en la historia hasta el fin de los
tiempos, bajo la guía del Espíritu Santo. Además, agregó el Pontífice, en los
dos últimos misterios hemos contemplado a la Virgen María en la gloria del
Cielo, ella que desde los primeros siglos ha sido invocada como Madre de la
Misericordia.
Por muchos aspectos, la oración
del Rosario – señaló el Obispo de Roma – es la síntesis de la historia de la
misericordia de Dios que se transforma en historia de salvación para quienes se
dejan plasmar por la gracia. “Los misterios que contemplamos son gestos
concretos en los que se desarrolla la actuación de Dios para con nosotros. Por
medio de la plegaria y de la meditación de la vida de Jesucristo, volvemos a
ver su rostro misericordioso que sale al encuentro de todos en las diversas
necesidades de la vida. María nos acompaña en este camino, indicando al Hijo
que irradia la misericordia misma del Padre”.
Además, dijo el Santo Padre,
María nos permite comprender lo que significa ser discípulo de Cristo. Ella fue
elegida desde siempre para ser la Madre, aprendió a ser discípula. “Su primer
acto fue ponerse a la escucha de Dios. Obedeció al anuncio del Ángel y abrió su
corazón para acoger el misterio de la maternidad divina. Siguió a Jesús,
escuchando cada palabra que salía de su boca; conservó todo en su corazón y se
convirtió en memoria viva de los signos realizados por el Hijo de Dios para
suscitar nuestra fe”.
Antes de concluir su homilía, el
Papa Francisco invocó a nuestra tierna Madre del cielo, con la oración más
antigua con la que los cristianos se dirigen a ella, sobre todo en los momentos
de dificultad y de martirio. “Invoquémosla – dijo el Papa – con la certeza de
saber que somos socorridos por su misericordia maternal, para que ella,
gloriosa y bendita, sea protección, ayuda y bendición en todos los días de
nuestra vida”.
(Renato Martinez – Radio
Vaticano)
Texto de la
homilía del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas
En esta Vigilia hemos recorrido
los momentos fundamentales de la vida de Jesús, en compañía de María. Con la
mente y el corazón hemos ido a los días del cumplimiento de la misión de Cristo
en el mundo. La Resurrección como signo del amor extremo del Padre que devuelve
vida a todo y es anticipación de nuestra condición futura. La Ascensión como
participación de la gloria del Padre, donde también nuestra humanidad encuentra
un lugar privilegiado. Pentecostés, expresión de la misión de la Iglesia en la
historia hasta el fin de los tiempos, bajo la guía del Espíritu Santo. Además,
en los dos últimos misterios hemos contemplado a la Virgen María en la gloria
del Cielo, ella que desde los primeros siglos ha sido invocada como Madre de la
Misericordia.
Por muchos aspectos, la oración
del Rosario es la síntesis de la historia de la misericordia de Dios que se
transforma en historia de salvación para quienes se dejan plasmar por la
gracia. Los misterios que contemplamos son gestos concretos en los que se
desarrolla la actuación de Dios para con nosotros. Por medio de la plegaria y
de la meditación de la vida de Jesucristo, volvemos a ver su rostro
misericordioso que sale al encuentro de todos en las diversas necesidades de la
vida. María nos acompaña en este camino, indicando al Hijo que irradia la
misericordia misma del Padre. Ella es en verdad la Odigitria, la Madre que
muestra el camino que estamos llamados a recorrer para ser verdaderos
discípulos de Jesús. En cada misterio del Rosario la sentimos cercana a
nosotros y la contemplamos como la primera discípula de su Hijo, la que cumple
la voluntad del Padre (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21).
La oración del Rosario no nos
aleja de las preocupaciones de la vida; por el contrario, nos pide encarnarnos
en la historia de todos los días para saber reconocer en medio de nosotros los
signos de la presencia de Cristo. Cada vez que contemplamos un momento, un
misterio de la vida de Cristo, estamos invitados a comprender de qué modo Dios
entra en nuestra vida, para luego acogerlo y seguirlo. Descubrimos así el
camino que nos lleva a seguir a Cristo en el servicio a los hermanos. Cuando
acogemos y asimilamos dentro de nosotros algunos acontecimientos destacados de
la vida de Jesús, participamos de su obra de evangelización para que el Reino
de Dios crezca y se difunda en el mundo. Somos discípulos, pero también somos
misioneros y portadores de Cristo allí donde él nos pide estar presentes. Por
tanto, no podemos encerrar el don de su presencia dentro de nosotros. Por el
contrario, estamos llamados a hacer partícipes a todos de su amor, su ternura,
su bondad y su misericordia. Es la alegría del compartir que no se detiene ante
nada, porque conlleva un anuncio de liberación y de salvación.
María nos permite comprender lo
que significa ser discípulo de Cristo. Ella fue elegida desde siempre para ser
la Madre, aprendió a ser discípula. Su primer acto fue ponerse a la escucha de
Dios. Obedeció al anuncio del Ángel y abrió su corazón para acoger el misterio
de la maternidad divina. Siguió a Jesús, escuchando cada palabra que salía de
su boca (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21); conservó todo en su corazón
(cf. Lc 2,19) y se convirtió en memoria viva de los signos realizados por el
Hijo de Dios para suscitar nuestra fe. Sin embargo, no basta sólo escuchar.
Esto es sin duda el primer paso, pero después lo que se ha escuchado es
necesario traducirlo en acciones concretas. El discípulo, en efecto, entrega su
vida al servicio del Evangelio.
De este modo, la Virgen María
acudió inmediatamente a donde estaba Isabel para ayudarla en su embarazo (cf.
Lc 1,39-56); en Belén dio a luz al Hijo de Dios (cf. Lc 2,1-7); en Caná se
ocupó de los dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,1-11); en el Gólgota no retrocedió
ante el dolor, sino que permaneció ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se
convirtió en Madre de la Iglesia (cf. Jn 19,25-27); después de la Resurrección,
animó a los Apóstoles reunidos en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que
los transformó en heraldos valientes del Evangelio (cf. Hch 1,14). A lo largo
de su vida, María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria
perenne de Cristo. En su fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para
obedecer a Dios; en su abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a
las necesidades de los demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para
consolar a cuantos sufren. En cada uno de estos momentos, María expresa la
riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las
necesidades cotidianas.
Invoquémosla con la certeza de saber que somos socorridos por su
misericordia maternal, para que ella, «gloriosa y bendita», sea protección,
ayuda y bendición en todos los días de nuestra vida: «Bajo tu amparo nos
acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en
nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, Oh Virgen
gloriosa y bendita».
(from Vatican Radio)
Plaza de San Pedro
El Evangelio de este domingo nos
invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de Dios. En el camino
que lo lleva a la muerte y a la resurrección, Jesús encuentra a diez leprosos
que salen a su encuentro, se paran a lo lejos y expresan a gritos su desgracia
ante aquel hombre, en el que su fe ha intuido un posible salvador: «Jesús,
maestro, ten compasión de nosotros» (Lc 17,13). Están enfermos y buscan a
alguien que los cure. Jesús les responde y les indica que vayan a presentarse a
los sacerdotes que, según la Ley, tenían la misión de constatar una eventual
curación. De este modo, no se limita a hacerles una promesa, sino que pone a
prueba su fe. De hecho, en ese momento ninguno de los diez ha sido curado
todavía. Recobran la salud mientras van de camino, después de haber obedecido a
la palabra de Jesús. Entonces, llenos de alegría, se presentan a los sacerdotes,
y luego cada uno se irá por su propio camino, olvidándose del Donador, es decir
del Padre, que los ha curado a través de Jesús, su Hijo hecho hombre.
Sólo uno es la excepción: un
samaritano, un extranjero que vive en las fronteras del pueblo elegido, casi un
pagano. Este hombre no se conforma con haber obtenido la salud a través de su
propia fe, sino que hace que su curación sea plena, regresando para manifestar
su gratitud por el don recibido, reconociendo que Jesús es el verdadero
Sacerdote que, después de haberlo levantado y salvado, puede ponerlo en camino
y recibirlo entre sus discípulos.
Qué importante es saber agradecer
al Señor, saber alabarlo por todo lo que hace por nosotros. Y así, nos podemos
preguntar: ¿Somos capaces de saber decir gracias? ¿Cuántas veces nos decimos
gracias en familia, en la comunidad, en la Iglesia? ¿Cuántas veces damos
gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos acompaña
en la vida? Con frecuencia damos todo por descontado. Y lo mismo hacemos
también con Dios. Es fácil ir al Señor para pedirle algo, pero regresar a darle
las gracias… Por eso Jesús remarca con fuerza la negligencia de los nueve
leprosos desagradecidos: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve,
¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
(Lc 17,17-18).
En esta jornada jubilar se nos
propone un modelo, más aún, el modelo que debemos contemplar: María, nuestra
Madre. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, dejó que brotara de
su corazón un himno de alabanza y acción de gracias a Dios: «Proclama mi alma
la grandeza del Señor…». Pidamos a la Virgen que nos ayude a comprender que
todo es don de Dios, y a saber agradecer: entonces, os lo aseguro, nuestra
alegría será plena. Sólo quien sabe agradecer experimenta una plena alegría.
Para saber agradecer se necesita
también la humildad. En la primera lectura hemos escuchado el episodio singular
de Naamán, comandante del ejército del rey de Aram (cf. 2 R 5,14-17). Enfermo
de lepra, acepta la sugerencia de una pobre esclava y se encomienda a los
cuidados del profeta Eliseo, que para él es un enemigo. Sin embargo, Naamán
está dispuesto a humillarse. Y Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena
que se sumerja en las aguas del río Jordán. Esa indicación desconcierta a
Naamán, más aún, lo decepciona: ¿Pero puede ser realmente Dios uno que pide
cosas tan insignificantes? Quisiera irse, pero después acepta bañarse en el
Jordán, e inmediatamente se curó.
El corazón de María, más que
ningún otro, es un corazón humilde y capaz de acoger los dones de Dios. Y Dios,
para hacerse hombre, la eligió precisamente a ella, a una simple joven de
Nazaret, que no vivía en los palacios del poder y de la riqueza, que no había
hecho obras extraordinarias. Preguntémonos ―nos hará bien― si estamos
dispuestos a recibir los dones de Dios o si, por el contrario, preferimos
encerrarnos en las seguridades materiales, en las seguridades intelectuales, en
las seguridades de nuestros proyectos
Es significativo que Naamán y el
samaritano sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e incluso personas de
otras religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces olvidamos o
descuidamos. El que vive a nuestro lado, tal vez despreciado y discriminado por
ser extranjero, puede en cambio enseñarnos cómo avanzar por el camino que el
Señor quiere. También la Madre de Dios, con su esposo José, experimentó el
estar lejos de su tierra. También ella fue extranjera en Egipto durante un
largo tiempo, lejos de parientes y amigos. Su fe, sin embargo, fue capaz de
superar las dificultades. Aferrémonos fuertemente a esta fe sencilla de la
Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre a Jesús y a
darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia.
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