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FRANCISCO:“DONDE ESTÁ JESÚS, ESTÁ LA MISERICORDIA Y LA FELICIDAD”
AUDIENCIA GENERAL.
25-10-2017.
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Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es la última catequesis sobre el tema de la esperanza
cristiana, que nos ha acompañado desde el inicio de este año litúrgico. Y
concluiré hablando del paraíso, como meta de nuestra esperanza.
«Paraíso» es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz,
dirigido al buen ladrón. Detengámonos un momento en esta escena. En la cruz,
Jesús no está sólo. Junto a Él, a la derecha y a la izquierda, están dos
malhechores. Tal vez, pasando delante de esas tres cruces izadas en el Gólgota,
alguien exhaló un suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia
condenando a muerte a gente así.
Junto a Jesús esta también un reo confeso: uno que reconoce
haber merecido aquel terrible suplicio. Lo llamamos el “buen ladrón”, el cual,
oponiéndose al otro, dice: nosotros recibimos lo que hemos merecido por
nuestras acciones (Cfr. Lc 23,41).
En el Calvario, ese viernes trágico y santo, Jesús llega al
extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores. Ahí se
realiza lo que el profeta Isaías había dicho del Siervo sufriente: «fue contado
entre los culpables» (53,12; Cfr. Lc 22,37).
Es ahí, en el Calvario, que Jesús tiene la última cita con un
pecador, para abrirle también a él las puertas de su Reino. Esto es interesante:
es la única vez que la palabra “paraíso” aparece en los evangelios. Jesús lo
promete a un “pobre diablo” que en la madera de la cruz ha tenido la valentía
de dirigirle el más humilde de los pedidos: «Acuérdate de mí cuando entraras en
tu Reino» (Lc 23,42). No tenía obras de bien por hacer valer, no tenía nada,
sino se encomienda a Jesús, que lo reconoce como inocente, bueno, así diverso
de él (v. 41). Ha sido suficiente esta palabra de humilde arrepentimiento, para
tocar el corazón de Jesús.
El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante
Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que
Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las
habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro
se repite numerosas veces: no existe una persona, por cuanto haya vivido mal,
al cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la gracia. Ante Dios
nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la
parábola que se había detenido a orar al final del templo (Cfr. Lc 18,13). Y
cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida,
descubre que las faltas superan largamente a las obras de bien, no debe
desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza,
esto nos abre el corazón!
Dios es Padre, y hasta el último espera nuestro regreso. Y al
hijo prodigo que ha regresado, que comienza a confesar sus culpas, el padre le
cierra la boca con un abrazo (Cfr. Lc 15,20). ¡Este es Dios: así nos ama!
El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un
jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos
gracias a Jesús, que ha muerto en la cruz por nosotros. Donde esta Jesús, hay
misericordia y felicidad; sin Él existe el frio y las tinieblas. A la hora de
la muerte, el cristiano repite a Jesús: “Acuérdate de mí”. Y aunque no
existiese nadie que se recuerde de nosotros, Jesús está ahí, junto a nosotros.
Quiere llevarnos al lugar más bello que existe. Quiere llevarnos allá con lo
poco o mucho de bien que existe en nuestra vida, para que nada se pierda de lo
que ya Él había redimido. Y a la casa del Padre llevará también todo lo que en
nosotros tiene todavía necesidad de redención: las faltas y las equivocaciones
de una entera vida. Es esta la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla,
y sea transformado en el amor.
Si creemos en esto, la muerte deja de darnos miedo, y podemos
incluso esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza.
Quien ha conocido a Jesús, no teme más nada. Y podremos repetir también
nosotros las palabras del viejo Simeón, también él bendecido por el encuentro
con Cristo, después de una entera vida consumida en la espera: «Ahora, Señor,
puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis
ojos han visto la salvación» (Lc 2,29-30).
Y en ese instante, finalmente, no tendremos más necesidad de
nada, no veremos más de manera confusa. No lloraremos más inútilmente, porque
todo es pasado; incluso las profecías, también el conocimiento. Pero el amor
no, es lo que queda. Porque «el amor no pasará jamás» (Cfr. 1 Cor 13,8).
JMP+
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